Parece que la autosuficiencia ha devenido en virtud absoluta del artista contemporáneo que rechaza con orgullo cualquier tipo de influencia de una obra anterior, por célebre que sea, en un afán indiscutido pero muy cuestionable de obtener una originalidad basada en la ignorancia, la estulticia y el desprecio de la historia cultural.
Curiosamente no parece haber tampoco en la pléyade de comentaristas profesionales, antes llamados críticos (porque eran capaces de criticar) y ahora mejor adjetivados como voceros, muchos que opten por expresar libremente un criterio discordante, salvo que, en realidad, esos opinadores se hallen en la misma circunstancia del artista: que carezcan de antecedentes básicos. También puede ser, claro, que sean émulos de Esaú. Quizás sus descendientes.
En este bloc de notas ya estuvimos constatando que, contra lo que muchos pensamos, las estupendas novelas de Arthur Conan Doyle no son leídas por todos con satisfacción y divertimento y, a pesar de que como muchos sabrán, las aventuras del detective Sherlock Holmes son mundialmente famosas y han obtenido incluso prolongaciones extemporáneas de la mano y pluma de muy diversos autores, ello no obsta ¡ay! A que algún facineroso aparezca de vez en cuando, se apropie del mito y malamente haga como que escribe una moderna reinterpretación.
El neoyorquino Bill Condon debe pertenecer a esa clase de listillos que reinterpretan los mitos a su manera sin haberse tomado la molestia de leer. Está claro que lo suyo es basarse en novelistas que del mismo modo, escriben desechando las influencias culturales y así, antes de hogaño, Condon nos presentó cosas como Dreamgirls y los mordisquitos adolescentes del Crepúsculo, reinterpretando a su modo y manera historias ya conocidas.
En su última prueba de esfuerzo innovador, Condon se apoya en la novela de Mitch Cullin que relata momentos de la senectud de Sherlock Holmes, contando ya noventa y tres años de edad, aquejado de una senilidad galopante. Este enfoque hubiera merecido un poco -o un mucho, quizás- de trabajo por parte del escritor y una mayor dosis de lectura de las novelas de Conan Doyle y desde luego una mayor humildad y una menor autosuficiencia que quizás, sólo quizás, le hubiesen permitido sortear con ligereza los obstáculos propios del mito y no caer en el más espantoso de los ridículos.
Porque vamos a ver, señores Cullin y Condon (éste por ser el director y por ende responsable último del todo) : ¿Es que no saben que el amor único de Sherlock Holmes fue Irene Adler? ¿La Mujer? ¿La que lo venció claramente en todos los campos, intelectual y psicológico? Andamos finos...
Mr. Holmes : Poster by Alisa Krutovsky
Bill Condon dirige una película basada en una novela de Mitch Cullin pasada a guión por Jeffrey Hatcher -que tampoco se ocupa en deshacer el entuerto- y la titula Mr. Holmes (2015) al igual que la novelita de marras origen del despropósito.Reconozco que en esta ocasión me proclamo más subjetivo que nunca, porque como lector y admirador de la obra de Conan Doyle, admitiendo que puede ser reinterpretada en los tiempos modernos (y de ello dan fe sendas entradas, para el caso especialmente ésta) como cualquier clásico, me molesta mucho que se olviden partes básicas de los mitos, que lo son no por nada, sino porque se elevan en iconos de conceptos identificables.
La misoginia de Holmes es un concepto inherente a su personaje únicamente dudoso cuando uno recuerda precisamente a Irene Adler, sobre cuya importancia en el entorno vital del personaje central es tan clamorosa que ha provocado extensa bibliografía; valga como apunte este magnífico artículo que tanto Cullin como Condon deberían haber leído antes de iniciar esta aventura fílmica.
En la trama que Condon nos presenta con buenos modos, eso sí, el personaje de Holmes está en sus últimos días y la poderosa mente del detective se pierde en limbos indeseados. Ése detalle, desarrollado de otro modo, hubiera podido dar lugar a una película dramática con resultados muy distintos y hubiese podido ser una metáfora muy actual porque lo que Sherlock reconoce como senilidad ahora se llama alzheimer y es una preocupación para un amplio espectro de la sociedad y ha sido tratado en otras películas, así que mostrar la terrible realidad de la enfermedad como capaz de anular a un intelecto superior, no es mala idea.
Lo malo es cuando desechando la oportunidad de presentar a un Holmes viejo y acabado intelectualmente se liga toda la trama a un supuesto último caso tan mal resuelto treinta años antes (por tanto con Holmes contando sesenta y tres años) que provocó la huida y el tránsito de la vida en Baker Street hasta una mansión solariega, dedicado a la apicultura con una docena de enjambres para pasar el rato.
Cualquier holmesiano de pro se habrá tirado de los pelos ante tamaña propuesta, máxime cuando, a la postre, Holmes se declara solitario por la falta del amor de esa mujer, una Ann Kelmot que en modo alguno reviste las gracias y virtudes de Irene Adler. La película gira en torno al ímprobo esfuerzo de Holmes por recordar las vicisitudes y detalles de ése último caso, porque está seguro que el relato que del mismo hizo Watson (ya fallecido, oportunamente) así como la ridícula película que sobre el cuento se hizo, no coinciden con la realidad, que se esforzará en desbrozar hurgando, ahora, pasado tanto tiempo, en su memoria llena de huecos temporales.
La película de Condon está bien rodada, dispuesta de medios suficientes en la ambientación, no en vano hay británicos por en medio, así que en lo que hace a la época no hay objeciones; igual ocurre en las interpretaciones, muy medidas: Condon tiene la suerte de contar con Ian McKellen que incorpora perfectamente la senectud del héroe, capaz todavía de ver detalles imperceptibles pero incapaz de recordar donde estuvo ayer, esforzado trabajo con el que afrontar la impecable actuación de Milo Parker, un chaval de trece años que se come la cámara interpretando a Roger, el hijo de la ama de llaves representada por Laura Linney, tan eficaz y comedida como siempre.
Un terceto sin el cual la película acabaría por cansar ya que ni se decanta por el drama que puede representar la senilidad ni consigue emocionar por la intriga acerca de la dama cuyo retrato Holmes atesora, una especie de macguffin que no funciona en pantalla y que además a algunos llega a parecer un auténtico disparate, máxime cuando no hay asomo de las capacidades deductivas del maestro, más allá de cuatro tonterías propias de timadores y engañabobos.
Puede que sea por casualidad, pero Condon, sabiéndolo o no, se vale de Hattie Morahan para incorporar a la tal Ann Kelmot; Hattie, este mismo año, ha sido vista en la pequeña pantalla representando a Jean Leckie, supuesta amante de Arthur Conan Doyle en la serie Arthur & George y también Condon hace aparecer, casi en un cameo, a Philip Davis, que en el primero episodio de la serie televisiva Sherlock a punto está de convencer al detective para que tome un veneno (o no). Dado que no creo en las casualidades, aunque existir, existen, lo apunto por si es de interés. Cualquier holmesiano lo habrá visto ya, por otra parte.
En definitiva, una película que pudiendo haber sido original e interesante como drama en torno al imparable efecto que el tiempo y las enfermedades pueden producir concretados en una senilidad que no distingue en la capacidad del cerebro en el que se asienta, por querer incluir una trama detectivesca propia del protagonista, acaba desarrollando una historia que atenta a la lógica y a la historia del mito en torno al cual se construye toda la película, quedando en consecuencia ésta perjudicada. Con lo fácil que hubiese sido respetar lo que todos damos por sentado...
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