Aunque la lógica indica que la tendencia de la humanidad tendría que ser eliminar las diferencias entre ricos y pobres, la verdad es que esta utopía cada día es más utópica porque en vez de bajar, el número de pobres no hace más que subir. Esta situación hace que los ricos y poderosos formen una élite cada vez más exclusiva que copa las parcelas de poder y los encierra en su Olimpo particular, dándose casos tan sorprendentes como el de Zapatero ignorando el precio de un café en la calle. Si a esto se le une un componente intelectual, ya el asunto llega al cúlmen y pasa lo que le pasó al político, matemático y filósofo francés Nicolas de Condorcet, el cual, huyendo de Robespierre y sus secuaces, fue capturado por haber pedido una tortilla para comer. Le invito a seguir leyéndome, porque le aseguro que tiene huevos la cosa.
A finales del siglo XVIII, Francia era un auténtico caos. La monarquía borbónica representada por un Luís XVI en quiebra se aferraba al poder pese a que sus súbditos pasaban más hambre que un caracol en un espejo. Paralelamente, la burguesía, enriquecida gracias al comercio y a la incipiente industria reclamaba su espacio de poder, pero chocaba con la aristocracia y el clero, los cuales, ejerciendo sus privilegios tradicionales, copaban el poder pese a estar más arruinados que don pepito. Y, como era de esperar, todo este potaje social acabó explotando en 1789 en forma de revolución. La Revolución Francesa, más concretamente.
Tras la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, una élite social, política e intelectual -en parte procedente de la misma aristocracia- vio la posibilidad de dar un vuelco a la situación y, apoyando la revolución, emprender toda una serie de mejoras sociales que hicieran una sociedad más justa y equitativa ( ver La historia del metro o cuando la globalización se volvió necesaria ). Reventada la antigua estructura en que estaba dividido su parlamento (la Asamblea Nacional), la nueva asamblea, elegida por sufragio universal -masculino, claro- promulgó la Declaración de los Derechos Humanos como ley fundamental a partir de la cual crear una nueva sociedad. Una nueva constitución fue también preceptiva aunque a no todo el mundo le gustaba.
El rey Luís XVI, que no había sido depuesto, sino forzado a aceptar el nuevo orden social, no era muy amigo de estas exquisiteces sociales, más que nada porque a nadie le gusta que, de la noche a la mañana, le quiten todo el poder y se lo den a cuatro desarrapados -por más que fueran el 80% de la población ( ver ¡Muera la libertad!... y no era una broma ). Ello implicó que, si bien por delante hacía el paripé democrático (aunque vetaba todas las resoluciones que no le interesaban), por detrás se entretenía en buscar -y encontrar- el apoyo de todas las monarquías absolutistas europeas contra el nuevo orden francés. No por ninguna simpatía con el rey francés, sino porque no les llegaba la camisa al cuerpo de pensar que el ejemplo revolucionario galo llegase a sus países. Amenaza muy real, ya que era uno de los objetivos de los políticos revolucionarios. No obstante, el intento fallido de huida de Luís XVI y María Antonieta el 21 de junio de 1791, dejó claro del palo que iba el rey, provocando su detención. El invento de la monarquía constitucional había fracasado.
Ante la traición del rey, la Asamblea Nacional abolió la monarquía y declaró la república, por lo que el futuro de Luís XVI pendía de un hilo. No obstante, el control de la asamblea por parte de los girondinos, burgueses federalistas y a favor de una monarquía constitucional -entre los que destacaba Nicolas de Condorcet- permitía que el monarca permaneciera con vida. Una posición que, como puede imaginar, hacía las delicias de los radicales jacobinos que, liderados por Maximilien de Robespierre, eran centralistas, republicanos, favorables a la ejecución del rey y con el apoyo de las capas más populares de la sociedad. La amenaza de intervención exterior provoca la radicalización del pueblo, que ve peligrar la revolución, lo que lleva a los diputados a juzgar a Luís XVI y, el 21 de enero de 1793, a hacerle perder la cabeza. Literalmente.
Las escaramuzas bélicas de los países amigos del descabezado rey, España y Austria sobre todo, y el caos interno de la sociedad francesa, hace que el pueblo bajo más revolucionario -los sans culottes- acabe por hacer que la rama más radical de los jacobinos domine la Asamblea. De esta forma, Robespierre y sus acólitos, para asegurar la pureza de la revolución, instauran un régimen terrorífico ( La Terreur) en que las guillotinas sacan humo de tanto eliminar elementos contrarrevolucionarios. El único inconveniente era que todo el que no era favorable a sus ideas, era contrario y, por tanto, aspirante a decapitado. Y los girondinos, en tanto que contrarios a la pena de muerte del rey, eran unos candidatos perfectos. Nicolas de Condorcet, cumpliendo todos los requisitos necesarios (moderado, contrario a la pena capital, a favor del voto femenino y ex-presidente de la Asamblea), teniendo un especial cariño a su cuello, por el cual habían puesto precio, decide huir.
Así las cosas, Condorcet se refugia en París en casa de la viuda del escultor Louis-François Vernet durante 9 meses, donde aprovecha para escribir su libro más famoso. No obstante, los revolucionarios le estaban pisando los talones, por lo que permanecer en casa de Madame Vernet la ponía en un riesgo que no estaba dispuesto a permitir. Nicolas de Condorcet, visto lo visto, el día 5 de abril de 1794 escapa vestido de forma harapienta esperando llegar a casa de unos amigos, pero no los encuentra y se pasa todo el día vagando por ahí... hasta que le entra "gazuza".
Como el hambre le apretaba, entró en una tasca de mala muerte del pueblo de Clamart (a pocos kilómetros de París), donde pidió para comer una tortilla, pero no se esperaba la pregunta del mesonero: ¿De cuantos huevos? Cagada la hemos. Acostumbrado a la vida cómoda de la alta política y la intelectualidad, si algo ignoraba de forma total eran las cosas de casa y, sobre todo, las cosas de cocina de la clase más baja. Y como la ignorancia es atrevida, sin encomendarse a ningún santo, respondió al mesonero: ¡Doce huevos! El mesonero, ojiplático ante el tamaño bárbaro de aquella tortilla para una sola persona, procedió al servicio. Y no fue al único al que llamó la atención.
En la mesa de al lado, un par de sans-culottes estaban tan sorprendidos como el camarero, porque aquello no era ni medio normal. Pero fue cuando Condorcet pagó el servicio con una moneda de oro, que los dos hombres vieron que aquel andrajoso, de pobre tenía poco. Y como la caza del aristócrata en fuga estaba de moda durante aquellos días, procedieron a su detención. Una detención que duró tan solo tres días, dado que, al tercero, apareció en su celda muerto en extrañas circunstancias.
Ya se hubiera suicidado o por haber sido "suicidado", la revolución acabó con uno de los intelectuales moderados más valiosos del país por el simple hecho de pensar diferente y ver enemigos en todas las esquinas. Condorcet, se descubrió por no saber de cuantos huevos se hacía una tortilla para uno, encerrado como estaba en su particular burbuja intelectual que algunos confundieron con un elitista y contrarrevolucionario Olimpo. Sin duda, un ejemplo más de lo malo que es la ignorancia -en cualquiera de sus formas- y, sobre todo, de lo malo que es que la radicalidad -en cualquiera de sus formas- tome el mando porque, cuando la estupidez congénita toma el poder, la misma sociedad que la ha provocado será la que la sufra ( ver Rumanía o cuando la austeridad extrema destruyó un país ).
¿El karma? No lo se, pero Robespierre acabó guillotinado. Piense usted lo que quiera.