El otro día, paseando por el Albaicín de Granada, entré a visitar la iglesia del Corpus Christi, que pertenece precisamente a los Padres Agustinos Recoletos. Me pareció un lugar triste a la vez que interesante. Cuando ya iba a salir de nuevo a calle Elvira advertí que, en la mesa donde están expuestas las hojas parroquiales había también unos sobres. Cogí uno y leí que estaban destinados a donativos para celebrar una Solemne Novena por las Almas del Purgatorio. El donante debía escribir en la parte del destinatario del sobre el nombre de los difuntos a los que quería destinar la misa, como dando por sentado que todavía no estaban disfrutando las mieles de la gloria celestial. Cuento esto porque me sorprendió muchísimo que en esta época todavía siga pidiéndose dinero a los fieles para estas cosas. Me recordó, entre otras cosas, a uno de los motivos por los que triunfó la Reforma Protestante: el abuso de las bulas, que básicamente estaban destinadas a la salvación del alma a cambio de una remuneración económica para la Iglesia.
Y precisamente uno de los hombres que conformaron la ideología de la Iglesia tal y como la conocemos fue Agustín de Hipona, uno de los santos más venerados por los católicos. Agustín fue capaz de tomar las ideas de uno de los grandes filósofos paganos, Platón, y adaptarlas a la necesidad de una teología prestigiosa para la Iglesia Católica en una época en la que todavía no había consolidado el poder absoluto del que gozaría en la Edad Media. Para él la clave está en el alma, donde tiene su sede el mundo de las ideas, la perfección que se opone al mundo material, creado por Dios desde la nada, pero contaminado por el pecado de los hombres.
Si hay algo que llama la atención de inmediato al lector cuando se abordan estas Confesiones son las continuas apelaciones del autor a Dios, como sumo bien y sumo conocimiento de donde emanan todas las cosas. Además, para él, que quería a su madre como ejemplo de devoción y sacrificio y despreciaba a su padre, la divinidad se va a convertir en una especie de sustituto de éste. Pero lo verdaderamente interesante, es que nos encontramos ante la creación de un nuevo género literario, al menos en occidente, el autobiográfico. Pero Agustín no se conforma con describir sus episodios vitales, su pecaminosa vida de joven, sus dudas y su conversión final en la auténtica fe, sino que realiza un ejercicio de profunda introspección, un autoanálisis del que sale reforzada su verdad, la que estima inspirada directamente por Dios.
Mientras uno lee este volumen, se van advirtiendo ideas muy curiosas, como contraponer la ficción a las llamadas letras útiles:
"Pecaba yo pues entonces, siendo niño, cuando prefería las ficciones a las letras útiles que tenía en aborrecimiento, ya que el que uno más uno sean dos y dos más dos sumen cuatro, era para mí fastidiosa canción; y mucho mejor quería contemplar los dulces espectáculos de vanidad, como aquel caballo de madera lleno de hombres armados, como el incendio de Troya y la sombra de Creusa."
También se desprecia al teatro, como generador de inútiles y falsos sentimientos:
"¿Por qué será el hombre tan amigo de ir al teatro para sufrir allí de lutos y tragedias que por ningún motivo querría tener en su propia vida? Lo cierto es que le encantan los espectáculos que lo hacen sufrir y que se goza en este sufrimiento. Pero, ¿no es esto una insanía miserable? Porque la verdad es que tanto más se conmueven las gentes cuanto menor sanidad hay en sus sentimientos y, que tiene por miseria lo que ellos mismos padecen, mientras llaman misericordia su compasión cuando eso mismo lo padecen otros. Pero, ¿qué misericordia real puede haber en fingidos dolores de escenario? Pues el que asiste no es invitado a prestar remedio a los males, sino solamente a dolerse con ellos y, mayor es el homenaje que rinde a los actores del drama cuanto mayormente sufre. Y si tales calamidades, o realmente sucedidas antaño o meramente fingidas ahora no lo hacen sufrir lo suficiente, sale del teatro fastidiado y criticando; al paso que si sufre mucho se mantiene atento y goza llorando."
También hay un ataque a los que quieren entender el mundo apelando a un método científico, todavía muy primitivo, pero contra el que luchará la Iglesia con todas sus fuerzas en siglos posteriores:
"Todo esto llena de asombro y estupor a los que tales cosas ignoran; pero quienes las saben, llenos de complacencia y engreimiento, con impía soberbia se retiran de tu luz; prevén los oscurecimientos del sol pero no ven la oscuridad en que ellos mismos están, ya que no buscan con espíritu de piedad de dónde les viene el ingenio que ponen en sus investigaciones. Y cuando les viene el pensamiento de que tú los creaste no se entregan a ti para que guardes y conserves lo que creaste. Mundanos como llegaron a hacerse, no se inmolan ante ti, no sacrifican como a volátiles sus pensamientos altaneros, ni refieren a ti la curiosidad con que pretenden moverse entre los misterios del mundo como los peces se mueven en los escondidos fondos del mar; ni matan sus lujurias como se matan los animales del campo para que tú, que eres un fuego devorador, consumas sus muertos desvelos para recrearlos en la inmortalidad."
Pero uno de los episodios más recordados, y que aparece en cualquier historia de la lectura que se precie, es aquel en el que Agustín contempla por primera vez a San Ambrosio leyendo sin mover los labios:
"Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre avisarle la llegada de los visitantes."
Y este fragmento es mucho más serio: esta idea derivaría en una constante ambición en la historia de la Iglesia: su supremacía, por emanar su poder directamente de Dios, sobre el Estado, cuyo poder deriva de meros hombres:
"Pues así como en las sociedades humanas la potestad mayor se impone ante las potestades menores, así también toda humana potestad debe subordinarse al mandar de Dios."
Hay que leer las Confesiones, sin prejuicios, como lo que es: un volumen clásico que marcó una influencia enorme en la historia de Europa. Agustín de Hipona es quizá el primer escritor moderno, porque explora su interior en busca de respuestas y, todavía más difícil, es capaz de narrar ese proceso de manera sencilla y franca.