Revista Viajes

Confesiones de agua. Miravet

Por Marikaheiki

Yo no sé qué problema tengo con los ríos y mares del planeta: por un lado los temo abiertamente pero, por otro, siento una fascinación por ellos inexplicable. Será porque es una masa en constante movimiento, que encierra millones de historias y secretos, como galaxias en pequeñito.

El Ebro es uno de esos ríos mágicos. Con su fuerza es capaz de crear y destruir al mismo tiempo, pero eso nadie te lo cuenta en los cafés y las plazas de las grandes ciudades, sino que hay que ir allí para ver cómo el paisaje es capaz de transformarse en tan distintas cosas alrededor del mismo agua que fluye. Sí, es eso: la idea del agua que corre a través de cientos de pueblitos y se acuclilla al pasar bajo los puentes, y saluda a catedrales tan bonitas como la del Pilar de Zaragoza, y riega terrazas de arrozales y viñas a su paso por Tarragona, esa es la idea que me atrapa y no me suelta, saber que es un agua viajera, atemporal y poderosa.

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A su paso por Miravetel Ebro se erige protagonista absoluto. El paisaje a menudo es caprichoso, pero el hombre ha sabido mantenerlo a raya durante siglos, por eso la fortaleza comenzó a construirse sobre la roca, muy por encima del nivel del agua. Lo curioso es que el agua no se deja conquistar tan fácilmente, y una infinidad de veces el Ebro ha subido tanto que las riadas han ido dejando su marca en las fachadas de las casas. Miravet es un pueblo construido en piedra, sí, pero limado con la fuerza del agua, y eso se nota, se nota que también limó el lenguaje y limó la vegetación, y de todo ello quedan hoy las ruinas de un pasado gigantesco y un futuro tranquilo y familiar. Y quedan las leyendas, también, porque el castillo de Miravet fue una vez la sede de la Orden del Temple de Aragón (y me acuerdo de cuando con doce años jugaba a juegos de ordenador de buscar pistas sobre los templarios y me sube la fiebre con todas estas historias, ¿nadie se acuerda ya del Broken Sword? ¡Lo quiero!).

Subimos al castillo por el camino de cabras y las rocas resbalan. Las casas abandonadas tienen vistas al valle del Ebro y sus pequeñas colinas llenas de vegetación y las nubecillas colgadas del techo de mediodía. Al pasar por la Iglesia, y por lo que queda de la antigua fortaleza, acariciamos la piedra, y se siente un escalofrío dulce como un túnel del tiempo. La mesa del altar todavía conserva las muescas de cuando se afilaban los cuchillos y las espadas en sus aristas, y también quedan vestigios de la guerra que poco a poco van desapareciendo entre las buganvillas de colores. Si no hubiéramos sabido toda la historia que Miravet esconde, probablemente no habríamos entendido nada, ni el por qué de las riadas si no supiéramos que el Ebro se estrecha justo al pasar por Miravet, ni tampoco por qué sobrevive solo un arco morisco, cuando se construyó encima de una mezquita  la iglesia antigua.

Después volvemos a Ascó, esta vez solos y a contracorriente. Los cirulos nos saludan desde el agua, tan contentos desde que se escaparon de las piscifactorías alemanas y se hicieron con el río entero.  Y nosotros les decimos adiós, adiós, se acabó el blogtrip, río Ebro (pero no las historias que contar).

 

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