Revista Cultura y Ocio

"Confesiones de un inglés comedor de opio" de Thomas de Quincey

Publicado el 16 diciembre 2020 por Juancarlos53

“El comedor de opio no pierde ninguna de sus sensibilidades o aspiraciones morales: desea y anhela, con el mismo fervor que siempre, llevar a cabo lo que cree posible y lo que siente que le exige el deber; pero su percepción intelectual de lo que es posible supera infinitamente su capacidad, no sólo de ejecución, sino incluso su capacidad de intentarlo.”

Thomas de Quincey (1785-1859), escritor, poeta y periodista inglés de la primera mitad del siglo XIX, relata en esta novela breve los inicios, estado pleno y superación de su adicción al láudano (tintura de opio). Es, pues, una novela autobiográfica en la que el autor cuenta cómo tras morir su padre, acomodado comerciante, quedó a cargo de cuatro tutores que le dieron clase y casa en colegios ingleses de élite. Era tal su nivel intelectual y su capacidad para las lenguas clásicas y algunas de las modernas que a los 17 años harto de perder el tiempo con las pobres enseñanzas recibidas de estos preceptores abandona la Escuela en la que residía y comienza su deambular por la marginalidad londinense. Estamos en 1802. Durante este año y los siguientes hasta 1807 conoce el hambre, la imposibilidad de dormir, mil privaciones más, pero también entra en contacto con la bondad humana como la que Ann, una chica de su edad dedicada a la prostitución, le proporciona salvándole literalmente de la muerte. Por puro azar en una ocasión se encuentra con el abogado de un íntimo amigo suyo al que solicitará ayuda. La ayuda le llegará y le pondrá en contacto con el abogado de su padre encargado de administrar su herencia.
A partir de aquí finaliza su etapa de privaciones y volverá a la Universidad y a sus estudios que es lo que más le agradaba. En esta época, concretamente en 1807 y durante los 18 años siguientes, el opio entra en su vida; al inicio para mitigar un dolor para luego, y a la vista del enorme estado de claridad mental que siente con su ingestión, aficionarse a su consumo. En sus Confesiones contradice afirmaciones muy respetadas del momento que decían que el consumidor, tras un estado de felicidad de mayor o menor duración, caía en una profunda depresión que le inducía, para evitarla, a volver a consumir, de manera que así muy pronto se entraba en la espiral de la adicción. De Quincey niega tal cosa siguiendo a otros autores como Buchan que recomendaba la mesura en su consumo proponiendo dosis que proporcionaban beneficios al tiempo que evitaban la caída en la dependencia.
Tras hablar de los placeres que el consumo del láudano procuraban al sujeto pasa a hablar de los horrores que él mismo vivió cuando en el sueño entraban a formar parte elementos vistos, leídos o conocidos que de manera alucinatoria se repetían y multiplicaban en su imaginación borrando las fronteras entre sueño y realidad. Desde luego estas alucinaciones recurrentes son en mi opinión una anticipación o ejemplo evidente del surrealismo del siglo XX (cine de Buñuel, cuadros de Dalí, etc.). 
Y por último la superación de la esclavitud adictiva con una reducción de los granos de opio y de las gotas de láudano (24 gotas por grano) hasta llegar a su supresión total percibiendo entonces el autor-personaje protagonista que su intelecto funcionaba igual o mejor que cuando diecisiete años atrás se inició en el consumo.
Claramente es un canto de optimismo a las posibilidades del hombre de superar la adicción. Lo mejor de la obra es que no es moralista en el acostumbrado sentido de que ser un drogadicto es lo peor o de que toda la sociedad te evitará si consumes. Y al tiempo no cae en el concepto de culpa o de pecado tan pegado a las admoniciones moralizantes.
Han transcurrido doscientos años desde que en 1821 se publicó la obra. Me ha sorprendido la modernidad de los planteamientos sobre los peligros y también los placeres que el consumo de opiáceos produce. Y lo hace combatiendo los falsos prejuicios de un Anastasius frente al láudano al tiempo que,  apoyándose en tratadistas como Buchan pero sobre todo en su propia experiencia, tras aconsejar un consumo responsable pasa a declarar la diferencia que existe entre el bebedor de alcohol y el comedor (consumidor) de opio:
Por resumirlo todo en pocas palabras, un hombre que está ebrio, o tiende a la ebriedad, está, y tiene la impresión de estar, en un estado que apela a la supremacía de la parte de su naturaleza meramente humana, muy a menudo brutal; pero el comedor de opio (hablo del que no padece ninguna enfermedad, ni otros efectos secundarios del opio) siente que lo que domina es la parte más divina de su naturaleza;

Para un intelectual más que inteligente, amante de la creación y del pensamiento filosófico, es evidente que el estado de claridad mental que dice experimentó durante ocho años y que él achacaba al consumo de la tintura de opio, le fuese llevando casi sin darse cuenta a la esclavitud de la adicción hasta que por fin y gracias a  una enorme fuerza de voluntad lograr desasirse de la misma. 

Thomas de Quincey se plantea en la construcción de estas confesiones la manera como mostrar este cambio, esta evolución, en su discurso narrativo. En definitiva el autor realiza reflexiones metaliterarias la mar de interesantes: 

Y aquí me encuentro en un desconcertante dilema: o por un lado he de agotar la paciencia del lector detallándole mi enfermedad y cómo la combatí, dejando claro que ya no podía seguir luchando con esa irritación y constante sufrimiento; o, por el otro, si paso de puntillas sobre esta parte crucial de mi narración, renuncio a la ventaja de dejar una impresión más profunda en la mente del lector y me expongo a que se interprete que, igual que las personas débiles, me fui deslizando de manera fácil y gradual desde la primera a la última fase del comedor de opio (una interpretación que, en vista de lo que he reconocido hasta ahora, puede rondar en la mente de casi todos los lectores).

Reflexiones sobre su propia escritura que a mí me suenan a plena modernidad:

  • yo escribo como si pensara en voz alta, y sigo mi estado de ánimo sin pararme a considerar quién escucha; y si me paro a considerar lo que resulta decoroso decir a esta o a esa persona, pronto llegaré a dudar si es decoroso decir algo.
  • Ahora comenzaré «in medias res», y relataré sus efectos paralizantes sobre las facultades intelectuales en la época en que se podría decir que los tormentos del opio habían llegado a su acmé [«su punto culminante»].
  • Algunas llevan su propia fecha; otras las he fechado yo; y otras no tienen fecha. Cada vez que ha servido a mi propósito arrancarlas de su orden cronológico o natural, no he tenido reparo en hacerlo. A veces hablo en presente, otras en pasado.

En su manera de narrar hay que detenerse especialmente en el modo como comunica el estado de enajenación mental en que el consumo inmoderado de láudano le hizo caer. Son descripciones que si no supiéramos su procedencia adscribiríamos sin dudarlo al surrealismo:

  • A veces me escapaba y me encontraba en alguna casa china, con mesas de bambú, etc. Todas las patas de las mesas, los sofás, etc. pronto estaban inflamadas de vida: la abominable cabeza del cocodrilo, y sus ojos ladinos, me miraban multiplicados en miles de repeticiones: y yo seguía fascinado y aborreciendo todo aquello.
  • Monos, periquitos y cacatúas me miraban fijamente, se burlaban de mí, me hacían muecas o parloteaban. Me topaba con pagodas: y me quedaba inmovilizado durante siglos en la cúspide o en salas secretas; yo era el ídolo; yo era el sacerdote; me adoraban; me sacrificaban. Huía de la cólera de Brahma a través de los bosques de Asia: Visnú me odiaba; Shiva me tendía una emboscada. De repente me encontraba con Isis y Osiris, que decían que yo había cometido un acto que había estremecido al Ibis y al cocodrilo.

Desde luego no he encontrado en literatura mayor claridad y síntesis para comunicar al lector que "la percepción del espacio, y, en última instancia, la percepción del tiempo, quedaban profundamente afectadas" para el consumidor de opio tras su ingesta.

Y a lo dicho hasta aquí hay que añadir que De Quincey es un gran conocedor y degustador de la literatura de su tiempo; conocimiento que como sin querer va desgranando a lo largo de su relato: Percy Bysshe Shelley, Samuel Taylor Coleridge, Jeremy Taylor, el poeta escocés James Thomson ('El castillo de la indolencia'), el economista David Ricardo...; así como alusiones diversas a autores y pensadores anteriores (Homero, Spinoza...). 


A mí, aunque no lo cite por su nombre, me parece que las "Confesiones" del propio Jean Jacques Rousseau están en la base de estas de Thomas de Quincey. La manifestación plena del 'yo', de la propia subjetividad es la que sobre todas las cosas aparece aquí. Rousseau con sus "Confesiones" estableció la importancia de la experiencia personal, de la individualidad del ser humano; no otra cosa hace el escritor y pensador inglés en esta obra inserta por derecho en ese Romanticismo que se anunciaba ya en el pensador francés.

Ya para finalizar no me resisto a señalar una frase que aparece en el libro cuando De Quincey hablando de una obra suya inacabada dice que "Ese proyecto ahora estaba detenido y como congelado, al igual que un puente o acueducto español comenzado a una escala demasiado grande para las posibilidades del arquitecto." ¿Se refiere quizás aquí el pensador inglés a esa arrogancia española, tan nuestra, de pretender siempre hacer algo enorme, grandioso, 'lo mejón' en expresión castiza andaluza, sin tener en cuenta las capacidades de sus realizadores?

Una lectura que me ha satisfecho mucho. Una lectura que he visto muy moderna, muy actual, nada fuera del tiempo. En definitiva, un clásico con todas sus letras al que llegué por dos azarosas circunstancias: una, buscando un autor cuyo apellido o nombre identificativo comenzase por la letra 'Q' y me sirviese para cubrir esa grafía en el Reto de Marisa de su blog "Lecturápolis"; y la segunda, libros que no tuviesen demasiadas páginas por ver si logro completar el número de lecturas que atrevidamente me propuse a principios de este año tan aciago.

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"Confesiones de un inglés comedor de opio" de Thomas de Quincey me sirve también para participar en el Mes de la Novela Clásica del blog "Libros que hay que leer" de mi amiga Laky, así como para añadir una lectura clásica más a la IVª edición del Reto 'Nos gustan los clásicos' del blog "Un lector indiscreto" de mi amigo Pedro.



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