CONFESIONES DE UN SOÑADOR
De tanto mirar hacia lo alto, tropecé mil veces, y conocí el dolor de las caídas. Sentí la dureza de las piedras y agudas espinas se clavaron en mi carne; pero mi anhelo de claridad nunca cesó, ni mis ojos se apartaron jamás de las alturas.
Por años, que parecieron siglos, estuve buscando, entre las nubes borrascosas de mi cielo triste, un rayo de luz que iluminara mi sendero. Mas con el paso del tiempo mi alma comenzó a marchitarse, mi corazón se cansó y mi esperanza fue languideciendo, porque las densas tinieblas, inmóviles y frías, nunca desaparecieron.
También alcé mi voz, y pregunté por qué tanto silencio ante el dolor, la soledad y el miedo. Pero por única respuesta, en la noche oscura de mi profundo padecer, tan sólo escuché el eco nostálgico de mis lamentos.
Eres un idealista, un soñador, un iluso, un necio, gritaban todos a mi paso. Y entonces, más de una vez, le reclamé a los cielos: ¿Por qué no me respondes?, ¿por qué tardas tanto en escucharme?
Un solo destello de claridad celeste hubiera sido suficiente para mitigar mi pena, para aliviar mi desesperanza. Una sola palabra me hubiera bastado para decirle al Dios de las alturas: Señor mío y Dios mío, creo en Ti.
Cierto día, aquella agónica y larga incertidumbre por fin violentó hasta el límite mi espíritu, y me rebelé. Acongojado miré por última vez hacia los cielos y, con todas mis fuerzas, aunque sin ira alguna, grité: Dios de las alturas, si existes, qué bueno; pero por lo que a mí respecta ya no te buscaré más. Porque estoy agotado, y ya no puedo seguir esta vana tarea de querer encontrarte.
Y fue entonces cuando súbitamente se abrieron los cielos, brilló la luz, y una voz que habló a mi corazón me dijo: Hijo mío, Yo he estado contigo desde el principio. Siempre te he escuchado. Pero era necesario que conocieras el dolor para comprender la alegría; la soledad para vivir la plenitud del encuentro; el miedo para poder valorar la fe y la esperanza.
A partir de ese día, por largos años que parecieron un instante, henchido de amor y gozo recorrí diversos mundos, y a todos ellos les llevé el mensaje de la real existencia de unos cielos nuevos y una tierra nueva. Compartí mi experiencia y muchos la aceptaron, encontraron la luz que buscaban y fueron más felices.
Pero es inevitable que en los largos trayectos nos invada la fatiga y se pegue a nuestros cuerpos el polvo del camino. Y así me ocurrió.
Después de ese tiempo de dicha, esperanza y entrega decidida, mi cielo volvió a oscurecerse. Poco a poco, la tenebrosa bruma de la rutina lo hizo perder su claridad, y la voz que me animaba a vagar por doquier como feliz mensajero, como animoso apóstol, también se fue apagando.
Nuevamente se clavaron en mi alma las lanzas del dolor, la soledad y el miedo. El dolor de no hallarle sentido a querer ser bueno; la soledad de haber sido abandonado por quien era mi vida; el miedo de ya no tener las fuerzas necesarias para retomar el camino iniciado hacía tiempo.
A pesar de todo, volví a fijar mis ojos en el cielo, esperando un nuevo rayo de luz, una nueva palabra de esperanza. Y una vez más pasaron años que parecieron siglos.
Por fin, frente al telón escarlata de un tibio atardecer, otra vez se abrió la gloria y emergió en mi cielo una hermosa señal. Con radiante, candorosa y dulce faz, apareció un ángel que me arrebató el aliento. Y sin poder evitarlo, me enamoré, me enamoré de un querubín.
Todo por un instante volvió a ser diferente. Imaginé que, como el apóstol Pablo y tantos otros, consagraría mi vida a misionar. Soñé que, acompañado de mi ángel, llevaría al mundo entero la buena nueva, la esperanza de hacer de la tierra la ciudad de Dios.
Mas parece ser ley de la vida que las grandes dichas duren poco. Y mi ángel, luego de una breve estancia, voló hacia otros cielos. Después de mostrarme un mundo nuevo en el que me sentí amado como nunca antes, se marchó hacia un horizonte ignoto.
Hay especies que no pueden mezclarse. Yo era sólo un humano, y ella un ángel. Yo era un soñador, y ella un espíritu realista; yo un necio que quería volar, y ella un espíritu celeste con los pies bien puestos en la tierra.
Ahora que perdí al ángel de mis sueños, he vuelto mis ojos a los cielos. Mi piel ya está marchita, mis espaldas se han ido encorvando y mi vista luce cansada, por lo que ésta podría ser la última vez que dirija hacia lo alto la misma petición.
El caso es que acabo de pedir un postrer rayo de luz, una palabra de amor que me impulse con espíritu generoso por el camino correcto, y que en el ocaso de mi vida me permita estar en la línea de batalla, donde se libra la lucha por la extensión del reino de la luz.
Y aquella voz de hace tanto, con la misma fuerza y calidez me ha repetido: Hijo mío, Yo he estado contigo desde el principio. Pero para que puedas alcanzar tu propósito es necesario que dejes de querer tener tú la iniciativa, y que me dejes guiarte. Sólo necesitas dos cosas para el camino: oración y ayuno.
Desde entonces, desde ahora, me muevo en esa dirección. Hundido en el estudio y el trabajo, hago oración y ayuno, sabiendo que Dios hace lo demás y prepara lo que sigue. Por otra parte, en lo hondo de mi corazón confío también en que mi ángel me estará apoyando, allá donde esté, con su oración y su ayuno. Al fin y al cabo, ha sido su insólita despedida lo que ha hecho posible este final.
Final que, misteriosamente, apenas comienza.