Primera Autobiografía de Gertrudis Gómez de Avellaneda. El texto fue escrito entre los días 23 y 27 de julio del sofocante verano de 1839. Calle de Sierpes, Sevilla.
La divina Tulatranscribe, a partir de hoy, la primera de las autobiografías de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Esta obra es conocida por investigadores y especialistas como Memorias de 1839 o Cuadernillos, según llamó su propia autora, título este último que a nosotros nos parece muy acertado por la semejanza con sus cuadernos de viaje escritos un año antes y que, ciertamente, los potencia, ofreciendo, franqueza y autenticidad absoluta. Es por ello que recomendamos, a los lectores más avezados, tener a mano ambos escritos y disfrutar en paralelo. El encanto y deleite estético quedará, de esta manera, absolutamente asegurado.
El resto de las insólitas confesiones que conforman un lote total de cincuenta y tres cartas de amor –y desamor– verán la luz en nuestro blog durante los próximos meses. Las transcribiremos sin la censura a la que fueron sometidas trece de sus epístolas –las más ardientes y comprometedoras, según nuestro parecer–. En aquella primera edición de principios del siglo que nos antecede también fueron suprimidos por la misma censura de los tiempos –y por las circunstancias moralinas–, párrafos enteros de otras tantas valiosas cartas. Los originales, guardados celosamente en contra de los deseos de su autora según podemos constatar en el segundo párrafo de su autobiografía y que transcribimos a continuación, fueron entregados por María de Córdova y Govantes, esposa –viuda ya– de Ignacio de Cepeda y Alcalde, destinatario absoluto de toda aquella valiosacorrespondencia. Esta dama, a la cual agradecemos su gesto, se las entregó a Lorenzo Cruz de Fuentes –literato y abogado, amigo de la familia– para que vieran la luz a través de una edición que, curiosamente, la propia viuda sufragó, en su totalidad.
Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido.
Los originales de toda esta genial correspondencia –conocida y catalogada por expertos como la más importante relación amorosa de la historia epistolar Iberoamericana–, se encuentran archivados, catalogados y celosamente custodiados en el Archivo de la Real Academia Sevillana de las Bellas Letras. Lo tremendamente curioso es que nadie sabe cómo, ni tampoco a través de quién fue adquirida la tan valiosa colección (original) –un verdadero misterio a resolver por parte de investigadores y estudiosos de la poetisa–. En ello nos encontramos enfrascados desde hace dos años sin obtener respuesta alguna, de momento.
En 2014, durante los días 21, 22 y 23 de marzo la Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda” bajo la dirección de la también poetisa y escritora Edith Checa, en coordinación con la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y otros organismos culturales, realizó una ruta literaria por la ciudad donde descansan los restos de la eminente escritora con la participación de cerca de un centenar de investigadores venidos de toda la geografía española. Durante aquellos históricos actos, se desveló una placa en la que fuera su residencia de la calle Cantarranas (hoy Gravina, 9) y se realizó un recital poético en el cementerio de San Fernando. También se efectuaron coloquios, conferencias y hasta visitas guiadas por prestigiosas instituciones. De la misma manera la editorial “Los libros de Umsaloua” editó dos libros celebrando el bicentenario de la poetisa: Antología poética de Gertrudis Gómez de Avellaneda, La eterna romántica, así como Cuadernillos de Viaje y La dama de gran tono, libro este último prologado y con notas de quién rubrica estas líneas que, como bien se sabe, es un conocido investigador de la vida y obra de la eterna romántica.
A última hora, y como para no quedarse sin la gloria, goce y satisfacción del momento que los actos representaron para la ciudad del Guadalquivir, el martes 25 de marzo de aquel año se inauguró una exposición donde se exhibieron por primera vez al público los originales de la correspondencia escrita por la Avellaneda en Sevilla y dirigida a Ignacio de Cepeda durante el caluroso verano de 1839. De la localización de sus originales no se tenía conocimiento hasta que por casualidadaparecieron en la citada entidad sevillana. Ese mismo día la Excma. Sra. Dña. Enriqueta Vila Vilar y el Exmo. Sr. D. José María Alberich en homenaje por el segundo centenario del nacimiento de la ilustrísima poetisa, escritora y dramaturga, se apresuraron en impartir dos conferencias: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, una mujer desconcertante” y “La Avellaneda en su entorno”.
Los miembros de la Asociación Cultural y Literaria “La Avellaneda”, de los que orgullosamente formo parte, pudimos tener la oportunidad de comprobar y disfrutar, en mano, de aquellos excepcionales originales, dando fe de la autenticidad de los mismos. Todo, absolutamente todo, muy curioso.
Manuel Lorenzo Abdala.
«23 de julio a la una de la noche[i]
La confesión, que la supersticiosa y tímida conciencia arranca a una alma arrepentida a los pies de un ministro del cielo, no fue nunca más sincera, más franca, que la que yo estoy dispuesta a hacer a usted. Después de leer este cuadernillo, me conocerá usted tan bien, o acaso mejor que a sí mismo. Pero exijo dos cosas. Primera: que el fuego devore este papel inmediatamente que sea leído. Segunda: que nadie más que usted en el mundo tenga noticia de que ha existido[iii].
Usted sabe que he nacido en una ciudad del centro de la isla de Cuba[iv], a la cual fue empleado mi papá el año de nueve y en la cual casó algún tiempo después con mi mamá, hija del país[v].
No siendo indispensables extensos detalles sobre mi nacimiento para la parte de mi historia, que pueda interesar á usted, no le enfadaré con inútiles pormenores, pero no suprimiré tampoco algunos que pueden contribuir a dar a usted más exacta idea de hechos posteriores.
Cuando comencé a tener uso de razón, comprendí que había nacido en una posición social ventajosa: que mi familia materna ocupaba uno de los primeros rangos del país, que mi padre era un caballero y gozaba toda la estimación que merecía por sus talentos y virtudes, y todo aquel prestigio que en una ciudad naciente y pequeña gozan los empleados de cierta clase. Nadie tuvo este prestigio en tal grado: ni sus antecesores, ni sus sucesores en el destino de comandante de los puertos, que ocupó en el centro de la isla; mi padre daba brillo a su empleo con sus talentos distinguidos, y había sabido proporcionarse las relaciones más honoríficas en Cuba y aun en España.
Pronto cumplirán diez y seis años de su muerte, mas estoy cierta, muy cierta, que aún vive su memoria en Puerto Príncipe, y que no se pronuncia su nombre sin elogios y bendiciones: a nadie hizo mal, y ejecutó todo el bien que pudo. En su vida pública y en su vida privada siempre fue el mismo: noble, intrépido, veraz, generoso e incorruptible.
Sin embargo, mamá no fue dichosa con él; acaso porque no puede haber dicha en una unión forzosa, acaso porque siendo demasiado joven y mi papá más maduro, no pudieron tener simpatías. Mas siendo desgraciados, ambos fueron por lo menos irreprochables. Ella fue la más fiel y virtuosa de las esposas, y jamás pudo quejarse del menor ultraje a su dignidad de mujer y de madre.
Disimúleme usted estos elogios: es un tributo que debo rendir a los autores de mis días, y tengo cierto orgullo cuando al recordar las virtudes, que hicieron tan estimado a mi padre, puedo decir: soy su hija.
Aún no tenía nueve años cuando le perdí[vi]. De cinco hermanos que éramos, sólo quedábamos a su muerte dos: Manuel y yo; así es que éramos tiernamente queridos, con alguna preferencia por parte de mamá hacia Manolito y por papá hacia mí. Acaso por esto, y por ser mayor que él cerca de tres años, mi dolor en la muerte de papá fue más vivo que el de mi hermano. Sin embargo, ¡cuán lejos estaba entonces de conocer toda la extensión de mi pérdida!
Algunos años hacía que mi padre proyectaba volverse a España y establecerse en Sevilla; en los últimos meses de su vida esta idea, fue en él, más fija y dominante. Quejose de no dejar sus huesos en la tierra nativa, y pronosticando a Cuba una suerte igual a la de otra isla vecina[vii], presa de los negros, rogó a mamá se viniese a España con sus hijos. Ningún sacrificio de intereses, decía, es demasiado: nunca se comprará cara la ventaja de establecerte en España. Éstos fueron sus últimos votos, y cuando más tarde los supe deseé realizarlos. Acaso éste ha sido el motivo de mi afición a estos países y del anhelo con que a veces he deseado abandonar mi patria para venir a este antiguo mundo.
Quedó mamá joven aún, viuda, rica, hermosa (pues lo ha sido en alto grado), y es de suponer no le faltarían amantes, que aspirasen a su mano. Entre ellos Escalada[viii], teniente coronel del regimiento que entonces guarnecía a Puerto Príncipe, joven también, no mal parecido, y atractivo por sus dulces modales y cultivado espíritu. Mamá le amó, y antes de los diez meses de haber quedado huérfanos, tuvimos un padrastro. Mi abuelo[ix], mis tíos y toda la familia llevó muy a mal este matrimonio; pero mi mamá tuvo para esto una firmeza de carácter que no había manifestado antes, ni ha vuelto a tener después. Aunque tan niña, sentí herido de este golpe mi corazón; sin embargo, no eran consideraciones mezquinas de intereses las que me hicieron tan sensible a este casamiento: era el dolor de ver tan presto ocupado el lecho de mi padre y un presentimiento de las consecuencias de esta unión precipitada.
Afortunadamente sólo un año estuvimos con mi padrastro, pues aunque una Real orden inicua y arbitraria nos obligaba a permanecer bajo su tutela, la suerte nos separó[x]. Su regimiento fue mandado a otra ciudad, y mamá no se resolvió a dejar su país y sus intereses para seguirle. Ocho años duró esta separación; sólo dos o tres meses cada año iba Escalada a Puerto Príncipe con licencia, y se portaba entonces muy bien con mamá y con nosotros. Por tanto, ¡éramos felices! Aunque tenía mamá otros hijos de sus segundas nupcias, su cariño para con nosotros era el mismo. A Manuel, sobre todo, siempre le ha querido con una especie de idolatría, y a mí lo bastante para no poder formar la menor queja. [Se me daba] la más brillante educación que el país proporcionaba, era celebrada, mimada, complacida hasta en mis caprichos, y nada experimenté que se asemejase a los pesares en aquella aurora apacible de mi vida.
Sin embargo, nunca fui alegre y atolondrada como lo son, regularmente, los niños. Mostré desde mis primeros años afición al estudio y una tendencia a la melancolía. No hallaba simpatías en las niñas de mi edad; tres solamente, vecinas mías, hijas de un emigrado de Santo Domingo, merecieron mi amistad. Eran tres lindas criaturas de un talento natural despejadísimo. La mayor de ellas tenía dos años más que yo, y la más chica dos años menos. Pero ésta última era mi predilecta, porque me parecía, aunque más joven, más juiciosa y discreta que las otras. Las Carmonas (que éste era su apellido) se conformaban fácilmente con mis gustos y los participaban. Nuestros juegos eran representar comedias, hacer cuentos, rivalizando a quien los hacía más bonitos, adivinar charadas y dibujar en competencia flores y pajaritos. Nunca nos mezclábamos en los bulliciosos juegos de las otras chicas con quienes nos reuníamos.
Más tarde, la lectura de novelas, poesías y comedias llegó a ser nuestra pasión dominante. Mamá nos reñía algunas veces de que siendo ya grandecitas, descuidásemos tanto nuestros adornos, y huyésemos de la sociedad como salvajes. Porque nuestro mayor placer era estar encerradas en el cuarto de los libros, leyendo nuestras novelas favoritas y llorando las desgracias de aquellos héroes imaginarios, a quienes tanto queríamos.
De este modo cumplí trece años. ¡Días felices, que pasaron para no tornar más…! Cepeda, mañana continuaré escribiendo. Estoy fatigada y la pluma es malísima, ¿qué hará usted ahora? Dormir acaso, ¡ojalá!
25 por la mañana[xi]
Hoy no le veré a usted verosímilmente, pues según su sistema, creo no irá a la ópera, a la cual iré yo. Creo, empero, que el motivo de no ir usted, no será hallarse malo, pues me molestaría infinito, esta suposición, creyendo que mis impertinentes instancias de anoche para que fuese usted a Cristina[xii], fuese la causa de ello. Voy a continuar mi relación y procuraré abreviarla.
Mi familia me trató casamiento con un caballero del país, pariente lejano de nosotros. Era un hombre de buen (aspecto) personal y se le reputaba el mejor partido del país. Cuando se me dijo que estaba destinada a ser su esposa, nada vi en este proyecto que no me fuese lisonjero. En aquella época comenzaba a presentarme en los bailes, paseos y tertulias, y se despertaba en mí la vanidad de mujer. Casarme con el soltero más rico de Puerto Príncipe, que muchas deseaban, tener una casa suntuosa, magníficos carruajes, ricos aderezos, etc., era una idea que me lisonjeaba. Por otra parte, yo no conocía el amor sino en las novelas que leía, y me persuadí desde luego que amaba locamente a mi futuro. Como apenas le trataba y no le conocía casi nada, estaba a mi elección darle el carácter que más me acomodase. Por de contado me persuadí, que el suyo era noble, grande, generoso y sublime. Prodigole mi fecunda imaginación ideales, perfecciones. Y vi en él reunidas todas las cualidades de los héroes de mis novelas favoritas. El valor de un Oroondates, el ingenio y la sensibilidad apasionada de un Saint-Preux, las gracias de un Lindor y las virtudes de un Grandisón. Me enamoré de este ser completo, que veía yo en la persona de mi novio. Por desgracia, no fue de larga duración mi encantadora quimera; a pesar de mi preocupación, no dejé de conocer harto pronto, que aquel hombre no era grande y amable sino en mi imaginación; que su talento era muy limitado, su sensibilidad muy común, sus virtudes muy problemáticas. Comencé a entristecerme y a considerar mi matrimonio bajo un punto de vista menos lisonjero. En aquella época, mi futuro tuvo precisión de ir a La Habana, y su ausencia, que duró diez meses, me proporcionó la ventaja de poder olvidar mis compromisos. Como no veía a mi novio, ni casi se me hablaba de él, apenas, rara vez, me acordaba vagamente, que existía en el mundo. La amistad ocupaba entonces toda mi alma. Adquirí una nueva amiga en una prima, que, educada en un convento, comenzó entonces a presentarse en sociedad. Era una criatura adorable; yo, que no amaba a ninguna de mis otras primas, me incliné a ella desde el primer momento en que la vi.
He notado en el curso de mi vida, que si bien alguna vez se ha engañado mi corazón, más frecuentemente ha tenido un instinto feliz y prodigioso en sus primeros impulsos. Rara vez he encontrado simpatías en aquellas personas que a primera vista me han chocado, y muchas he adivinado, en dicha primera vista, el objeto de mi futuro afecto.
Mi prima[xiii] obtuvo, desde luego, mi simpatía y no tardó en ocupar un lugar distinguido en mi amistad. Únicamente Rosa Carmona la rivalizaba, pues ninguna de las otras dos Carmona, fueron de mí tan queridas como ella. Cuando estábamos todas reunidas, hablábamos de modas, de bailes, de novelas, de poesías, de amor y de amistad. Cuando Rosa, mi prima y yo estábamos solas, solíamos ocuparnos de objetos más serios y superiores a nuestra inteligencia. Muchas veces nuestras conversaciones tenían por objeto los cultos, la muerte y la inmortalidad. Rosa tenía mucho juicio en cuanto decía, y yo admiraba siempre la exactitud de sus raciocinios. En cuanto a mi prima, era como yo, una mezcla de profundidad y ligereza, de tristeza y alegría, de entusiasmo y desaliento. Como yo, reunía la debilidad de mujer y la frivolidad de niña con la elevación y profundidad de sentimientos, que sólo son propios de los caracteres fuertes y varoniles. ¡Yo no he encontrado en nadie mayores simpatías!
Siendo las cinco jóvenes, no feas, y gozando reputación de talento, fuimos bien pronto las señoritas de moda en Puerto Príncipe. Nuestra tertulia, que se formó en mi casa, era brillantísima para el país. En ella se reunía la flor de la juventud del otro sexo y las jóvenes más sobresalientes. Todos los forasteros de distinción que llegaban a Puerto Príncipe, solicitaban ser introducidos en nuestra sociedad, y nos llevábamos todas las atenciones en los paseos y bailes. Atrajimos la envidia de las mujeres, pero gozábamos la preferencia de los hombres, y esto nos lisonjeaba.
Volvió en eso mi novio, pero yo no le vi sin una especie de horror. Desnudo del brillante ropaje de mis ilusiones, [me Pareció] un hombre odioso y despreciable. Mi gran defecto es no poder colocarme en el medio y tocar siempre los extremos. Yo aborrecía a mi novio tanto como antes creí amarlo. Él no pudo apercibir mi mudanza, porque jamás [le había] yo mostrado mi afecto. Mis ilusiones nacieron y acabaron allá en el secreto de mi corazón, porque, tan tímida como apasionada, no concebía yo entonces que se pudiera, sin morir de vergüenza, decir a un hombre: yo te amo. Como no debía casarme hasta los diez y ocho años, y sólo tenía quince, y como mi novio me visitaba muy poco, aquel matrimonio me ocupaba menos de lo que debía. [Lo veía] remoto, gozaba lo presente y no interrogaba al porvenir.
Lola (la segunda de las Carmona) y mi prima, entablaron relaciones de amor casi al mismo tiempo, y esta circunstancia, al parecer sencilla para mí, tuvo, no obstante, una notable influencia. Ellas amaban y eran amadas con entusiasmo, yo era la confidente de ambas. Entonces se operó en mí una mudanza repentina y extraña. [Me convertí en] huraña y caprichosa: las diversiones y el estudio dejaron de tener atractivos para mí. Huía de la sociedad y aún de mis amigas; buscaba la soledad para llorar sin saber por qué, y sentía un abismo en mi corazón. Yo no era ya el objeto más amado de dos de mis amigas: ellas gozaban en otro sentimiento una felicidad, que yo no conocía. ¡Yo sentía celos y envidia! Pensando en aquella ventura, que mi imaginación engrandecía, invocaba al objeto que podía dármela: ¡aquel objeto ideal que formé en los primeros sueños de mi entusiasmo! Creía verle en el Sol y en la Luna, en el verde de los campos y en el azul del cielo: las brisas de la noche me traían su aliento, los sonidos de la música el eco de su voz: ¡Yo le veía en todo lo que hay de grande y hermoso en la Naturaleza!; ¡deliraba como con una calentura!
Sin embargo, aquella situación no estaba destituida de encantos. Yo gozaba llorando, y esperaba realizar algún día los sueños de mi corazón.
¡Cepeda! ¡Cuánto me engañaba!... ¿Dónde existe el hombre que pueda llenar los votos de esta sensibilidad tan fogosa como delicada? ¡En vano lo he buscado nueve años!; ¡en vano! He encontrado hombres; hombres, todos parecidos entre sí: ninguno ante el cual pudiera yo postrarme con respeto y decirle con entusiasmo: tú serás mi Dios sobre la tierra, tú el dueño absoluto de esta alma apasionada. Mis afecciones han sido, por esta causa, débiles y pasajeras. Yo buscaba un bien que no encontraba y que acaso no existe sobre la tierra. Ahora ya no le busco, no le espero, no le deseo: por eso estoy más tranquila.
Esta tarde o mañana continuaré escribiendo. ¡Adiós!
25 por la tarde.
Fue introducido en nuestra tertulia un joven que apenas conocía; una antigua enemistad, transmitida de padres a hijos, dividía las dos familias de Loynaz y Arteaga. El joven pertenecía a la primera y mamá a la segunda; por consiguiente, ninguna relación existió hasta entonces entre nosotros. Un primo mío había sido el primero que rompiera la valla, uniéndose en amistad con un Loynaz. Las familias, que en un principio llevaron muy a mal dicha amistad, por fin se desentendieron, y Loynaz, prevaliéndose de ella, solicitó visitarme. Mamá lo rehusó algún tiempo, pero tanto instó mi primo, tanto ridiculicé yo aquella enemistad rancia y pueril, que al fin cedió, y Loynaz tuvo entrada en casa. No tardó en granjearse la benevolencia de mamá y en ser el más deseado de la tertulia. Aunque muy joven, su talento era distinguido, su figura bellísima y sus modales atractivos.
Mis compromisos y la enemistad de nuestras familias eran dos motivos poderosos para alejar de él toda esperanza respecto a mí; pero sin tomar el aire de un amante, él supo mostrarme una preferencia, que me lisonjeaba. Nuestras relaciones eran meramente amistosas, y toda la tertulia las consideraba así. En cuanto a mí, no me detenía en examinar la naturaleza de mis sentimientos: leía con Loynaz poesías, cantaba dúos al piano con él, hacíamos traducciones, y no tenía yo tiempo para pensar en nada, sino en la dicha que era para mí la adquisición de un tal amigo.
Por el verano nos fuimos al campo, a una posesión próxima a la ciudad, y llevé conmigo a Rosa Carmona, que, desde que mi prima tenía amante, había llegado a ser mi amiga predilecta. Loynaz, mis primos y muchos amigos de ambos sexos, iban a visitarnos con frecuencia. ¡Tuve días deliciosos! Sin embargo, entonces mismo se me ofrecieron motivos de inquietud y de penas. Yo estaba encantada con Loynaz, pero me hallaba muy lejos de creerle el hombre según mi corazón. Encontrábale más talento que sensibilidad, y en su carácter un fondo de ligereza que me disgustaba. Como amante, no llenaba él mis votos, mas le miraba como amigo y me había aficionado infinito a su trato. Rosa me hizo entrar en aprensión. Empeñose en persuadirme, que nuestra pretendida amistad no era más que un amor disfrazado, y por lo mismo más peligroso. Recordábame sin cesar mis compromisos y hacía de mi novio elogios, que hasta entonces no le había yo oído. Ponderando las ventajas de aquel matrimonio, me intimidaba al mismo tiempo con suponerlo inevitable, porque sólo con escándalo y afligiendo a mi familia, decía ella, podría yo romper un empeño tan serio y tan antiguo.
A fuerza de decirme que yo amaba a Loynaz, llegó a persuadírmelo; pero como siempre conocía yo que no era él quien podía comprenderme y que no me inspiraba ni estimación, ni entusiasmo, aquel amor no me hacía dichosa cual yo deseaba, y en vez del orgullo que debe sentir un corazón que encuentra lo que busca, yo sentía aquella especie de humillación que nos causa la persuasión de habernos aficionado a un objeto, que no nos merece.
Volvimos a la ciudad en el mes de septiembre a asistir a las bodas de mi prima, que se casó entonces con el hombre que amaba. Sus amores y los de Lola Carmona habían comenzado al mismo tiempo, como ya he dicho, y al mismo tiempo casi se casaron ambas, aunque de un modo bien diferente. Mi prima vio aprobada su elección por toda la familia; Lola, contrariada por la suya, se casó depositada y se marchó inmediatamente a La Habana con su marido. Así me vi privada de una de mis amigas.
Acompañé al campo a los recién casados, y cuando volví un mes después, [encontré] una gran mudanza. Loynaz había sido despedido de casa, y, bajo el pretexto de que quería marcharse con su marido, mamá había fijado para dentro de tres meses mi matrimonio, que antes señalara para el cumplimiento de mis diez y ocho años. El novio a todo se prestaba: ni me amaba (según he creído siempre) ni me aborrecía. Deseaba establecerse con una niña de su familia, que tuviese inocencia y alguna hermosura. Mi abuelo había dicho que yo era la que buscaba, y que me daría además todo su quinto[xiv] (que ciertamente no era despreciable), si me casaba con aquel hombre. Esto le había decidido a él y esto era lo que le movía.
Al llegar yo y saber las novedades ocurridas, quedé anonadada, y sin saber a qué atribuirlas. Pero no tardé en saberlo todo y en sufrir el primero y más terrible de mis desengaños.
Es tarde, Cepeda, continuaré luego.
A la una de la noche.
He visto a Curro[xv] en el teatro, a usted no, tampoco lo esperaba. ¿Pero habrá de continuar usted un género de vida semejante? No es cierto que el solo disgusto de la sociedad le inspire a usted esa especie de misantropía; no, no es posible. Se necesita haber padecido mucho, haber sido la víctima de la sociedad para aborrecerla en ese grado. Usted que no tiene motivos positivos para estar quejoso de ella; usted puede conocer sus vicios e injusticias, y no entregarse a ella con la imprudencia de la inexperiencia y la sencillez; pero no es posible que sin poderosísimos motivos huya usted de ella tan obstinadamente a los veintitrés años. Si no la sociedad, la música por lo menos pudiera atraer a usted a la ópera. Yo, que he padecido sin duda penas más reales que las que usted pueda tener, yo que conozco tanto como usted, por lo menos, el mundo y la sociedad, no siento esa misantropía; y aunque no vea ni a la sociedad ni al mundo [a] través del encantado prisma de las ilusiones, aún conozco que necesito del uno y de la otra: ¿qué secreto es, pues, ése que usted me oculta? ¡Ingrato! Usted se apodera de mi confianza y me rehúsa la suya: ¡usted se llama mi amigo y disimula usted conmigo! Escuche usted. No le demando a usted sus secretos, no; yo los respeto; pero pídale usted a Dios que no los haya yo adivinado.
Si la idea que desde anoche me persigue no es una aprensión mía; si la vida retirada que usted hace tiene el motivo que sospecho… yo seré siempre su amiga de usted, pero conoceré que usted no lo es mío. Más; conoceré que es usted capaz de arterías y pequeñas falsedades, conoceré que usted no me ha comprendido, y… ¡qué sé yo!, veré en usted un hombre como todos los demás. De anoche acá usted ha decaído tanto en mi opinión, que… (¿Por qué no he de decirlo todo?) que casi temo aumentar con el nombre de usted la lista de mis desengaños. Yo perderé, si así fuere, yo perderé una ilusión, una última ilusión que me ha lisonjeado algunos días; pero usted perderá más: sí. Porque, ¿dónde hallará usted otra amiga como yo? Usted no sabe, no puede saber, cuán puro, cuán desinteresado, cuán tierno es el afecto que me inspira. Pero, ¿adónde voy a parar?; ¡yo me contradigo! No, caro Cepeda, no perderá usted mi amistad mientras ella tenga para usted algún valor; pero yo le suplico a usted en nombre del cielo y de la sinceridad de mi alma, yo le conjuro a usted, que si esta amistad perjudica a intereses del corazón más caros, que si teme usted excite ella celos y origine disgustos a un objeto querido, no se valga usted de pretextos para evitarlos. Oiga usted. Es demasiado noble y pura nuestra amistad para que sufra las sombras del misterio: yo no podré tolerarlo ciertamente; pero si la manifestación de ella puede ofender al amor, el amor es primero: la amistad debe ser sacrificada, y lo será: yo lo exijo. Mi corazón no variará por esto y en él siempre ocupará Cepeda un lugar distinguido[xvi].
Mañana continuaré mi historia, y acaso la concluiré; pero no la tendrá usted tan pronto, porque mañana no nos veremos. Es preciso evitar un trato tan frecuente, porque su sociedad de usted me haría disgustar de cualquier otra, y yo no deseo estrechar el círculo de mis goces, sino ensancharlo lo posible. Adiós, hasta mañana, es decir, hasta mañana en este papel, pues repito que voy a probar, si me es ya necesaria absolutamente la sociedad de usted, estando tantos días como posible me sea sin verle.
26 [de julio] por la mañana.
La despedida de Loynaz y la proximidad de mi casamiento fueron para mí dos golpes tan sensibles como inesperados: pero, ¡cuál quedé al saber la mano de la cual me habían sido asestados…! Rosa, mi amiga, mi confidente Rosa, había persuadido a mamá, que existía una correspondencia amorosa entre Loynaz y yo, que él me inducía a romper mis compromisos, y conociendo ella mejor que nadie la pureza de mis sentimientos y rectitud de mis intenciones, fue bastante vil para aparentar temores de que, arrastrada por la pasión, que me suponía, diese algún paso imprudente e irremediable. ¡Logró completamente su objeto! ¡Cepeda!; ¡y sólo tenía quince años aquella mujer!; ¡qué habrá llegado a ser después!
Yo no conocía ni el mundo, ni los hombres: era tan inocente e inexperta como en el día que nací; había creído que Rosa me amaba y que era incapaz su corazón de una perfidia. El conocimiento de aquella primera decepción fue para mí un golpe mortal, que cayó de lleno sobre mi alma.
Pero, ¡admire usted mi candor y sencillez! Rosa logró persuadirme, que sólo mi interés y la ternura de la amistad la habían decidido a aquel paso, y me juró, que sus intenciones eran las más puras y desinteresadas ¡La creí, y la perdoné!
Loynaz me escribió, y por primera vez dejó de designar con el nombre de amistad el sentimiento que yo le inspiraba. Refería cómo mamá le había prohibido continuar visitándome y se quejaba de un desaire que no había merecido. «No ignoro –me decía–, los compromisos que respecto a usted ha contraído su familia, y usted sabe mejor que nadie con cuánta delicadeza los he respetado, pero, pues no se ha sabido apreciar mi conducta, no quiero por más tiempo violentarme: sepa usted que la amo y que a todo estoy dispuesto, si encuentro en usted iguales sentimientos.»
Me pareció que había en aquella carta más orgullo que pasión, pero me conmoví sin embargo. Tratando a aquel joven, nunca le hubiera amado, porque su frivolidad, tan visible, era un antídoto colocado felizmente junto a cualquiera dulce emoción que me inspiraba: pero cuando no le vi, cuando le creí desairado injustamente, ofendido y desgraciado por mi causa, mi afecto hacia él tomó una vehemencia, que acaso jamás hubiera tenido de otro modo. Sin embargo, tuve bastante prudencia para dominarme, y en mi contestación le decía, que estaba resuelta a sacrificarme por complacer a mi familia, casándome con un hombre que aborrecía. «No soy insensible a su afecto de usted (le decía al concluir), pero respetaré mis vínculos, y suplico a usted no vuelva a escribirme»[xvii]. No hizo caso de esta súplica: me escribió, dos veces más, cartas muy apasionadas, invitándome a romper un empeño que le hacía infeliz y a mí igualmente, pero no le contesté, y cesó de escribirme.
A pesar de esta conducta tan prudente y de la resignación con que me prestaba a un enlace aborrecido, sufría mucho de parte de mi familia. Mamá era y es un ángel de bondad, pero el gran defecto suyo es un carácter tan débil, que la constituye juguete de las personas que la cercan. Mis tíos la inducían a tratarme con rigor y continuamente la disponían en mi contra, interpretando odiosamente mis más sencillas operaciones. ¿Y pensará usted que mis tíos deseaban mucho la realización de mi matrimonio? Nada de eso; [lo aparentaban] así, pero hubiesen dado cualquier cosa por impedir dicho enlace. En primer lugar les pesaban las mejoras, que mi abuelo se disponía a hacerme; en segundo, deseaban para su hija mi novio, y acaso al emplear tanto y tan inmerecido rigor conmigo, no tenían otro objeto sino precipitarme a una resolución atrevida, que secundase sus miras secretas: ¡harto lo lograron!
Estaba ya en vísperas de mi matrimonio; casa, ajuar, dispensa, todo estaba preparado. Pero hubo un momento en que no me hallé con fuerzas para consumar el sacrificio, uno de aquellos momentos en que se obra sin pensar. Yo dejé furtivamente mi casa y me refugié con mi abuelo, que estaba en una quinta próxima a la ciudad. Me arrojé desolada a sus pies, y le dije que me daría la muerte antes de casarme con el hombre que me destinaban.
Aquel rompimiento fue ruidoso: toda mi familia se mostró altamente sorprendida e indignada de mi resolución: mis tíos, que en su interior se regocijaban, fueron los primeros en declararse contra mí: sólo en mi abuelo hallé bondad e indulgencia, aunque nadie sintió tanto como él la rotura de un casamiento que él había formado: ¡yo sufría mucho!; no ignoraba que la opinión pública me condenaba; ¡despreciar un partido tan ventajoso! ¡Tener el atrevimiento de romper un compromiso tan serio, tan adelantado, tan antiguo! ¡Dar un golpe mortal a mi familia! Esto pareció imperdonable: se dijo desde luego, que yo era una mala cabeza (mis tíos y mis primas fueron los primeros en decirlo), que mi talento me perdía, y que lo, que entonces hacía, anunciaba lo que haría más tarde, y cuánto haría arrepentir a mamá de la educación novelesca que me había dado. Mi padrastro fue entonces a Puerto Príncipe y se apuró la medida de mis sufrimientos.
Una especie de fatalidad, que me persigue, hace que siempre se tomen circunstancias y casualidades funestas para hacer parecer más graves mis ligerezas: digo ligerezas, aunque ciertamente no creo lo fuese la de romper un compromiso que mi corazón reprobaba.
Circunstancias independientes de mí, enteramente independientes, originaron disgustos entre mi abuelo y mi padrastro. Estos llegaron a ser tales, que mi abuelo salió de casa, donde vivía cuando no estaba en el campo, y se fue a la de uno de mis tíos. El público, que sabía la rotura de mi casamiento y no los disgustos posteriores, que hubiera entre Escalada y mi abuelo, no dejó de declarar, que mi abuelo salía de casa altamente indignado conmigo. Mi tío y mis primas que siempre vieron con envidia y temor la predilección, que mi abuelo tenía por mamá y por mí, se aprovecharon de tenerlo en su casa para combatir dicha preferencia, haciéndole creer que era inmerecida. [Me creyeron] una loquilla novelera y caprichosa: dijeron que mamá me perdía con su excesiva indulgencia y la libertad que me dejaba de seguir mis extravagantes y peligrosas inclinaciones; en fin, no desperdiciaron ningún medio para prevenir en contra de mamá y de mí al pobre viejo paralítico, que sin vigor físico ni moral, era una cera a propósito para recibir todas las impresiones. ¡Consiguieron su objeto!: mi abuelo murió tres meses después de mi rompimiento y apareció un testamento, que anulaba el que había hecho a favor de mamá y de mí, dejando su tercio y su quinto a mi tío Manuel, en cuya casa murió.
Mi padrastro, para descargarse de la culpabilidad de ser causa de esta mudanza y de los perjuicios de mamá, pregonaba que por la incomodidad, que le causara mi rompimiento, había mi abuelo dejado la casa y variado sus disposiciones a favor de mi tío, echando sobre mí la culpa, que sólo él tenía. Mi tío y mis primas (que no me perdonaban el tener algún mérito, ni aún después que me habían robado el afecto de mi abuelo), decían que el golpe mortal que yo le había dado al pobre anciano, había precipitado su muerte: en fin, todo el mundo decía, que mi locura en romper el matrimonio había privado a mamá del tercio de mi abuelo y a mí misma de su quinto.
Yo tenía un alma superior a intereses de esta especie, y ¡sábelo Dios!, en las lágrimas que vertí, una sola no fue arrancada por el pesar de perder aquella codiciada herencia. Pero mi corazón estaba desgarrado por las injusticias de que era objeto. Yo tenía el íntimo convencimiento de que mi abuelo no se fuera de casa por causa de mi rompimiento: sabía cuánta indulgencia y cariño había yo hallado en él después de aquella pretendida locura, que se decía haberle exaltado tanto: ningún remordimiento tenía de ser causa de su muerte, pero, no obstante, sentía que me agobiaba el dolor y el arrepentimiento. ¡Cuántas veces lloré en secreto lágrimas de hiel, y pedí a Dios me quitase la existencia! ¡Cuántas envidié la suerte de esas mujeres que no sienten ni piensan; que comen, duermen, vegetan, y a las cuales el mundo llama muchas veces mujeres sensatas! Abrumada por el instinto de mi superioridad, yo sospeché entonces lo que después he conocido muy bien: que no he nacido para ser dichosa, y que mi vida sobre la tierra será corta y borrascosa[xviii].
Faltaba una cosa para colmar la medida de mis pesares y la suerte no me la rehusó. Supe, sin poder dudarlo, que Rosa Carmona y Loynaz se amaban. Sólo entonces comprendí los motivos de la anterior conducta de aquella falsa mujer, y el más profundo desprecio sucedió en mi corazón a una amistad indignamente burlada.
Éstas fueron, ¡oh Cepeda!, estas las primeras lecciones que me dio el mundo. Esto encontré, cuando inocente, pura, confiada, buscaba amor, amistad, virtudes y placeres: ¡Inconstancia! ¡Perfidia! ¡Sórdido interés! ¡Envidia! crimen, crimen y nada más. ¿Soy culpable, pues, de no amarle? ¿Puedo tener ilusiones…? Pero vivo como si las tuviera, porque el mundo, amigo mío, se venga cruelmente del desprecio que se le hace. Es preciso aparentar vida en la frente, aún cuando se lleve la muerte en el corazón.
¡Cepeda!, ¡querido Cepeda! ¿Será cierto que usted siente como yo cuán poco vale este mundo y sus corrompidos placeres?; ¿no será usted otra nueva decepción para mí?; ¿quién me asegura que no es usted un hipócrita?, ¿quién me garantiza su sinceridad…? ¡Cepeda!, ¡Cepeda!, si usted no es el primero de los hombres, forzoso es que sea usted el último, y... lo confieso, vacila mi juicio entre estos dos extremos. Sin embargo, ya ve usted que mi imprudencia me arrastra: este cuaderno es una prueba de ello. Acaso me arrepentiré algún día de haberlo escrito ¡Qué importa! Será un desengaño más, pero será el último.
Por la tarde.
Mi única amiga era ya mi prima Angelita; era como yo desgraciada, y como yo lloraba un desengaño. Su marido, aquel amante tan tierno, tan rendido, se había convertido en un tirano. ¡Cuánto sufría la pobre víctima, y con cuán heroica virtud! Mi cariño hacia ella llegó al entusiasmo, y mi horror al matrimonio nació y creció rápidamente. Yo no trataba sino a mi prima, y aquella vida sedentaria, triste y contemplativa, alteró mi salud.
[Me puse] tan delgada y enferma, que alarmada mamá me llevó al campo. Allí pasé tres meses de soledad: ¡soledad exterior y soledad del corazón!; no me mejoré, y volvimos a la ciudad. ¡Triste, muy triste fue aquella época de mi vida!; aun me aflige el recordarla. Tenía la esperanza de morir pronto; pero momentos tenía en que me parecían demasiado lentos los progresos de mi mal y sentía impulsos de apresurar yo misma su resultado. Mis principios religiosos y el afecto entrañable que tenía por mamá y mi hermano[xix], sofocaban este impulso.
Mi padrastro tenía también una salud quebrantada, y lo atribuía al clima. [Se persuadió] que moriría si no se venía a España, y como no aborrecía la vida como yo, determinó realizarlo. Este proyecto me sacó de mi desaliento; deseaba otro cielo, otra tierra, otra existencia: amaba a España y me arrastraba a ella un impulso del corazón. Disgustada de mi familia materna, anhelaba conocer la de mi padre, ver su país natal y respirar aquel aire, que respiró por primera vez. Tomé, pues, un empeño en decidir a mamá a establecerse en este antiguo mundo. Escalada, por su parte, usaba de toda su influencia a fin de determinarla, pintándola[xx]mil ventajas en el cambio. Pero mamá resistía apoyada por sus parientes.
A pesar de esto, Escalada vino a Puerto Príncipe y empezó a vender tierras y esclavos, y a mandar sobre los Bancos de Francia todo el numerario posible. Luego, creyendo más fácil decidir a mamá si la sacaban de su país y familia, la propuso ir a parar algunos meses en Cuba[xxi], donde estaba de guarnición su regimiento. Todos secundamos sus esfuerzos, y lo conseguimos.
Sensible, más sensible de lo que yo creía, me fue el arranque de mi país y la separación de mi prima; pero al llegar a Cuba los objetos nuevos me dieron nueva vida.
Santiago de Cuba es una ciudad poco más o menos como Puerto Príncipe, y más fea e irregular. Pero su bellísimo cielo, sus campos pintorescos y magníficos, su concurrido puerto y la cultura y amabilidad de sus habitantes, la hacen muy superior bajo cierto aspecto. Tuve en aquella ciudad una aceptación tan lisonjera, que a los dos meses de estar allí ya no era yo una forastera. Jamás la vanidad de una mujer tuvo tantos motivos de verse satisfecha. Yo fui generalmente querida y obsequiada, y jamás podré olvidar los favores, que he debido a los habitantes de Cuba. Entonces volví a tener gusto al estudio y a la sociedad.
Hice versos que fueron celebrados con entusiasmo; [me entregué] a las diversiones, en las cuales era deseada y colmada de obsequios. Usted supondrá que no me faltaron aspirantes: tengo algún orgullo en decirlo: los jóvenes más distinguidos del país se disputaban mi preferencia. Ninguno, empero, la consiguió exclusiva. Mi predilecto en un baile era el mejor danzador, en un paseo el que montaba con más gracia un hermoso caballo, en tertulia el que tenía más amena y variada conversación. Ninguna ilusión de amor tuve en Cuba, y, por consiguiente, no saqué de ella ningún desengaño. Acaso por esto la amo tanto.
Loynaz fue a Cuba cuatro meses después que nosotros, e intentó renovar sus pretensiones. Excusaba sus amores con Rosa diciendo que ella le había en cierto modo comprometido, y me juraba que yo era su primero y único amor; y que su viaje no tenía otro objeto que obtener mi perdón y reconciliarse conmigo. Yo no me negué ni a la una ni a lo otro. [Le perdoné] y le otorgué mi amistad, pero fui inflexible respecto al amor. Antes de volverse [a] Puerto Príncipe solicitó la promesa de seguir con él correspondencia por escrito, y, mediante que prometió serían sus cartas meramente amistosas, condescendí a su demanda. En efecto, ambos seguimos dicha correspondencia con admirable exactitud hasta su muerte, acaecida a mediados del año 37, cuando él cumplía los veinticinco de su edad y cuando ya estaba yo en España.
Mi padrastro supo aprovechar también su ascendiente sobre mamá, y yo por mi parte le secundé de tal modo, que al fin logramos determinarla a venir a España. El día 9 de abril de 1836 nos embarcamos para Burdeos en una fragata francesa, y sentidas y lloradas, abandonamos, ingratas, aquel país querido, que acaso no volveremos a ver jamás[xxii].
Perdone usted; mis lágrimas manchan este papel[xxiii]; no puedo recordar sin emoción aquella noche memorable en que vi por última vez la tierra de Cuba.
La navegación fue para mí un manantial de nuevas emociones. «Cuando navegamos sobre los mares azulados, ha dicho Lord Byron, nuestros pensamientos son tan libres como el Océano.» Su alma sublime y poética debió sentirlo así: la mía lo experimentó también. Hermosas son las noches de los Trópicos, y yo las había gozado; pero son más hermosas las noches del Océano. Hay un embeleso indefinible en el soplo de la brisa que llena las velas, ligeramente estremecidas, en el pálido resplandor de la luna que reflejan las aguas, en aquella inmensidad que vemos sobre nuestra cabeza y bajo nuestros pies. Parece que Dios se revela mejor al alma conmovida en medio de aquellos dos infinitos –¡el cielo y el mar!– y que una voz misteriosa se hace oír en el ruido de los vientos y de las olas. Si yo hubiese sido atea, dejaría de serlo entonces.
También experimentamos tempestades, y puedo decir con Heredia:
«Al despertarse el huracán furioso, Al retumbar sobre mi frente el rayo Palpitante gocé……»
Por fin, después de malos y buenos tiempos y de sentir todas las impresiones consiguientes a una larga navegación, el primero de junio saludamos con júbilo las risueñas costas de Francia.
Los días que pasé en Burdeos me parecen ahora un lisonjero sueño. Abríase mi alma en aquel país de luces y de ilustración. No amé, no sufrí, apenas sé si pensaba. Estaba encantada, y mi corazón y mis ojos no me bastaban. Fue forzoso dejar aquella seductora ciudad, y no lo hice sin lágrimas.
Ningunas simpatías podía yo encontrar en Galicia, y viniendo de una de las primeras ciudades de Francia, La Coruña me pareció inferior a lo que realmente es, pues hoy la creo una de las más bonitas poblaciones de España. Pero el carácter gallego me desagradaba y el clima me sentaba mal. Sin embargo, acaso me hubiese acostumbrado y se disiparía la primera impresión desagradable que sentí al llegar a ella, si motivos inesperados no me hubiesen dado reales y positivos pesares. Adiós, hasta luego.
Por la noche.
Mi padrastro se había manejado bien con nosotros hasta entonces: entonces se desenmascaró. Estaba en su país y con su familia, nosotros lo habíamos abandonado todo. Su alma mezquina abusó de estas ventajas.
No molestaré a usted con detalles enojosos de nuestra situación doméstica; bástele saber que no hubo pesares y humillaciones que yo no devorase en secreto. Mamá era muy infeliz, y yo carecía de fuerzas para sufrir sus pesares, aunque llevaba los míos con constancia. Manuel[xxiv]tuvo precisión de marcharse al Extranjero; tan comprometido se vio por mi padrastro. ¡Oh! sería nunca acabar, si quisiera contar por menor las ridiculeces, tiranías y bajezas de aquel hombre, que yo debo y quiero respetar todavía como marido de mi madre. Dios lo sabe, y será algún día juez de ambos.
En aquella situación doméstica tan desagradable conocí a Ricafort y fui amada de él: también yo le amé desde el primer día que le conocí. Pocos corazones existirán tan hermosos como el suyo; noble, sensible, desinteresado, lleno de honor y delicadeza. Su talento no correspondía a su corazón: era muy inferior por desgracia mía. Conocí pronto esta desventaja: aunque generoso Ricafort parecía humillado de la superioridad que me atribuía: sus ideas y sus inclinaciones contrariaban siempre las mías. No gustaba de mi afición al estudio y era para él un delito que hiciese versos. Mis ideas sobre muchas cosas le daban pena e inquietud. Temblaba de la opinión, y [me decía] muchas veces: «¿Qué lograrás cuando consigas crédito literario y reputación de ingenio? Atraerte la envidia y excitar calumnias y murmuraciones.» Tenía razón, pero me helaba aquella fría razón.
Aunque mostraba de mi corazón el concepto más elevado y ventajoso, no se me ocultaba que le desagradaba mi carácter, y me repetía que este carácter mío le haría y me haría a mí misma desgraciada. Yo me esforzaba en reprimirlo y sofocaba mis inclinaciones por darle gusto; pero esta continuada violencia me entristecía, y notándolo él se convencía de que no podría nunca hacerme dichosa. Sin embargo de todo esto, nos amábamos más cada día.
Mis pesares domésticos llegaron a afectarme tanto, que necesité desahogar mi pecho y se los comuniqué: ¡nunca olvidaré aquel momento! ¡Yo vi sus ojos arrasados de lágrimas! Entonces, con aquel acento, que la falsedad no podrá nunca imitar, me rogó aceptase su corazón y su mano y le diese el derecho de protegerme y vengarme.
Muchos días vacilé; mi horror al matrimonio era extremado, pero al fin, cedí: mi situación doméstica tan insufrible, mi desamparo, su amor y el mío, todo se unió para determinarme, y cuando le dije que consentía en ser su esposa, tomé la resolución de consagrar mi existencia a hacer la suya dichosa, y quitármela en aquel momento en que no pudiese llenar este objeto. Talento, placeres, todo se aniquiló para mí: sólo deseaba llenar las severas obligaciones que iba a contraer, y hacer cuanto en mi poder estuviese para aligerar a Ricafort las cadenas que le imponía. ¡Oh Dios mío!, ¡por qué no pude hacerlo…! ¡Tú sabes si eran puras mis intenciones y sinceros mis votos! ¿Por qué no los escuchaste? Yo no aseguraré que hubiera amado siempre a Ricafort, porque ¿quién puede responder de su corazón?, pero cierta estoy de que siempre le habría estimado, y que nunca le obligaría a maldecir el día en que se uniera a mi suerte, pues si no puedo responder de mis sentimientos, puedo por lo menos responder de mis acciones. Pero nada de esto debía ser: la funesta debilidad de mi carácter debía trastornarlo todo.
Nuestra unión no pudo verificarse por de pronto. Él era altivo y yo también: ni uno ni otro queríamos depender de nuestras familias ni un solo día, y gracias a mi padrastro, mis intereses estaban embrollados, y Ricafort no contaba sino con un sueldo mal pagado. Hice proposiciones racionales a mi padrastro que no las admitió: solicité de la Corte el derecho de mayoría pintando mi situación excepcional, pero antes de obtener resultado fue depuesto Ricafort, padre, y el hijo tuvo orden de reunirse a su regimiento. Hice justicia al General[xxv]. Conocía su carácter y franqueza, y no dudaba, que hallaría en él un padre; pero yo tenía demasiado orgullo para entrar en su familia como una mendiga, y resolví no casarme hasta no poder aclarar mis intereses y decir a Ricafort cuáles eran éstos y la mayor o menor seguridad que presentaban.
En fin, después de muchas vacilaciones y penosas escenas, Ricafort marchó a su destino. Dolorosa me fue, muy dolorosa, esta separación, aunque estaba yo muy lejos de creerla eterna; pero pasados los dos primeros meses, pensé mucho en las diversidades que existían entre Ricafort y yo, me pregunté a mí misma si aquella superioridad que él me suponía, no sería tarde o temprano un origen de desunión, y reflexionando en las contras del matrimonio y las ventajas de la libertad me di el parabién de ser libre todavía. Vino mi hermano por entonces a La Coruña... mucho necesito ahora de la indulgencia de usted, querido Cepeda, porque me avergüenzo todavía de mi ligereza. Vino mi hermano, y desaprobó mi unión. [Me representó] la triste suerte de los militares en las actuales circunstancias[xxvi]: [me habló] con entusiasmo de un viaje, que quería hiciésemos juntos a Andalucía para conocer la familia paterna (de la cual me hizo elogios que hoy conozco inmerecidos) y de lo dichosa que sería yo con mi mayoría pudiendo gozar una vida cómoda e independiente conforme a mis indicaciones: sobre todo me dijo y fue lo que más impresión me hizo, que, si me casaba con Ricafort y le seguía, nos separaríamos él y yo para siempre acaso. ¿Qué diré a usted para justificarme?... Nada, nada es bastante. Fui débil e inconsecuente. Marché con mi hermano a Lisboa[xxvii]: no he vuelto a saber de Ricafort.
Si se exceptúa el dolor de la separación de mamá, puedo decir que dejé con placer a Galicia. Eran muy pocas las personas que en ella me merecían algún afecto, y no ignoraba yo que tenía muchos enemigos: de este número eran todos los parientes de Escalada. Gracias al cielo no podían herirme en mi honor, por mucho que lo desearan; pero daban mil punzadas de alfiler a mi reputación bajo otro concepto. Decían que yo era atea, y la prueba que daban era que leía las obras de Rousseau[xxviii], y que me habían visto comer con manteca un viernes. Decían que yo era la causa de todos los disgustos de mamá con su marido y la que la aconsejaba no darle gusto. La educación que se da en Cuba a las señoritas difiere tanto de la que se les da en Galicia, que una mujer, aún de la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su sexo. Las parientas de mi padrastro decían, por tanto, que yo no era buena para nada, porque no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetar; porque no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría mi cuarto. Según ellas, yo necesitaba veinte criadas y me daba el tono de una princesa. Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora. Una hermana de Escalada dio de bofetones a una criada de casa, porque interrogada respecto a mí en una casa en que ella había dado tan brillantes informes, tuvo la pobre mujer la extravagancia de decir que yo era un ángel, y que, lejos de ser imperiosa ni exigente, en la casa todas las criadas me querían por mis buenos modos.
Usted supondrá cuán poco sentiría dejar aquel país y si podré volver a él con gusto, aún cuando tenga la desgracia de que vuelva a él mi familia.
Luego que rompí mis compromisos y me vi libre, aunque no más dichosa; persuadida de que no debía casarme jamás y de que el amor da más penas que placeres, me propuse adoptar un sistema, que ya hacía algún tiempo tenía en mi mente. Quise que la vanidad reemplazase al sentimiento, y me pareció que valía más agradar generalmente que ser amada de uno solo: tanto más cuanto que éste uno nunca sería un objeto que llenase mis votos. Yo había perdido la esperanza de encontrar un hombre según mi corazón. No busqué ya, pues, ni amor ni amistad: deseaba impresiones débiles y pasajeras que me preservasen del tedio sin promover el sentimiento. Sin embargo, no podía aturdirme por más que me esforzaba. Separada por primera vez de mamá, sin esperanza de volver a ver a Ricafort (al cual amaba aún), sintiendo más que nunca el vacío de mi alma, disgustada de un mundo que no realizaba mis ilusiones, disgustada de mí misma por mi impotencia de ser feliz, en vano era que quisiera aturdirme y sofocar en mí este fecundo germen de sentimientos y dolores.
Otro desengaño tuve además, y no de los menos dolorosos. Yo amaba mucho a mi hermano: con él había llevado el desinterés hasta un grado que otros me vituperaron: con él había sido siempre afectuosa, condescendiente y delicada. Al verme sola con él por el mundo esperaba que su conducta conmigo correspondiese a la mía: ¡me desengañé muy pronto! Conocí que el hombre abusa siempre de la bondad indefensa, y que hay pocas almas bastante grandes y delicadas para no querer oprimir cuando se conocen más fuertes.
Hubiera yo querido mudar mi naturaleza. Creí que sólo sería menos desgraciada cuando lograse no amar a nadie con vehemencia, desconfiar de todos, despreciándolo todo, desterrando toda especie de ilusiones, dominando los acontecimientos a fuerza de preverlos, y sacando de la vida las ventajas que me presentase, sin darles, no obstante, un gran precio. Yo me avergonzaba ya de una sensibilidad, que me constituía siempre víctima.
Más de un año hace que trabajo por conseguir mi objeto, no sé si será trabajo perdido. En este tiempo dos veces he contraído pasajeras relaciones; tan pasajeras, que una de ellas no duró quince días. Mi corazón, no las formó, fue la cabeza únicamente, la necesidad de una distracción, el ejemplo de la sociedad en que vivía: nada más. Fueron empeños de sociedad más bien que de amor.
Bien en breve me fastidié, y rompí sucesivamente aquellos semiamores (sic) sosos con tanta ligereza como los había contraído. No hablaré del proyecto de mi tío Felipe[xxix] de casarme en Constantina[xxx]con un mayorazgo del país, y de cómo mi hermano, que tan opuesto era a que yo me casase, tomó un empeño entonces a favor de mi novio. Esto no merece mayores detalles, pues en nada ha influido semejante proyecto ni en mi corazón, ni en mi destino. Pero debo extenderme más en la relación de un compromiso recientemente concluido y que usted no ignora. Es preciso no callar nada y que sepa usted los motivos, que tuve para formarlo y para concluirlo. ¡Los motivos que tuve para formarlo!... embarazada me veré para decirlos: mas no importa. Mi franqueza exige que yo los diga; la delicadeza de usted le ordena olvidarlos tan luego concluya de leer ésta.
Adiós: necesito un momento de descanso. Además, son las diez y voy a vestirme para ir a buscar a Concha[xxxi] para el Duque[xxxii]. Espero que yendo yo tan tarde no encontraré a usted en casa de Concha.
A la una de la noche.
En efecto, no encontré a usted y he sabido que no estuvo. ¡Mil gracias! Conozco ahora que existe realmente entre los dos una prodigiosa simpatía. Veo que al mismo tiempo hemos tomado una misma resolución. Sí, es preciso: es absolutamente preciso vernos menos frecuentemente. Nos haríamos de otro modo cada vez más insociables y raros. Por tanto, declaro a usted que yo por mi parte voy a huir a usted con esmero. Estamos los dos demasiado tristes y desilusionados para querer estarlo más. Preciso es que busque usted sociedad más alegre y yo lo mismo. Pero no busque usted una amiga sincera: yo reclamo este título ¿entiende usted?; por fin, me resuelvo a quebrantar mi propósito. Sí; yo ofrezco a usted mi amistad. Pero tenga usted entendido, que puedo ser su amiga sin verle diariamente, ni acaso nunca; y que será usted mi amigo, mi único amigo; pero no deseo ni debe usted desear ser mi tertuliano y acompañante. Mañana acabaré esto: no sé cuando se lo daré a usted. Buenas noches: tengo una terrible jaqueca.
Hoy 27 [de julio] por la tarde.
Al mismo tiempo que empezó a obsequiarme Méndez Vigo[xxxiii][me dirigía] otro[xxxiv] algunas atenciones. Este otro me agradaba más de lo que yo deseaba. [Me sentía] inclinada a él por una fuerza extraña y caprichosa y me estremecía al pensar que aún podía amar: tanto más cuanto que, creyendo entonces que existía una enorme diferencia entre los caracteres e inclinaciones de aquel dicho sujeto y yo, preveía en un nuevo amor un nuevo desengaño. Sin embargo, un instinto del corazón parecía advertirme que era llegado el momento en que debía expiar mis pasadas inconsecuencias, y sin saber por qué me sentía dominada.
Sé cuánto más fuerte se hace una inclinación combatida y no quise combatir la mía, pero no quise tampoco entregarme a ella exclusivamente, porque temía se hiciese de este modo omnipotente. Era, pues, preciso oponer la vanidad al sentimiento y distraer con un pasatiempo el interés demasiado vivo que sentía.
¡Cepeda!, yo prescindo de todo para ser sincera: ¡por Dios!, no me juzgue usted con severidad.
El hombre que me interesaba se desviaba de mí, y el que no me agradaba redoblaba sus atenciones y asiduidades. El primero me causaba con su influencia en mi corazón serias inquietudes y me picaba con su indecisión; el segundo me lisonjeaba y me divertía con su amor de niño y me parecía bien poco peligroso.
Hice lo que me pareció más conveniente a mi tranquilidad y lo que supuse de menos consecuencia. Admití los afectos del uno y procuré sofocar los que el otro me inspiraba. ¡Ya está dicho todo! Ahora olvídelo usted.
No disimularé que el candor de mi joven amante, su amor entusiasta y mil prendas apreciables, que descubría en él, llegaron a conmoverme. ¡Pobre niño! ¡Cuánto me ha amado! ¿Por qué este caprichoso corazón no supo corresponder dignamente?... ¡No lo sé!
Me inspiraba un afecto sin ilusiones, sin calor: un afecto indefinible que algunas veces me parecía debía semejarse al que una madre siente por su hijo: no se ría usted de esta comparación. ¿En qué consistía que ese joven no me produjese otra clase de amor? Yo no podré decirlo, porque no lo sé a fe mía. No es mal parecido, ni tonto, usted lo sabe, y aun puedo decir, que existen ciertos puntos de simpatía entre nuestro modo de sentir, pero él me amaba a mí como yo amaría, si encontrase un hombre según mis deseos. Pero él no era este hombre: en vano me esforzaba, y a fuerza de decirle que le amaba quería persuadírmelo a mí misma: en vano me reprochaba de caprichosa e ingrata interiormente: ¡en vano! Confesaré a usted lo que entonces no quería confesarme a mí misma: al lado de aquel joven sentía momentos de insoportable tedio, y sus expresiones más apasionadas hallaban frío mi corazón y me producían a veces un no sé qué de hastío.
¡Era esto un capricho inexplicable del corazón, porque yo le quería! ¡Sábelo Dios! Yo le quería, repito, pero no podré, sin desmentir mi íntimo convencimiento, decir que le amaba. No puedo explicar esta diferencia, pero la concibo perfectamente.
Estaba él demasiado enamorado para limitar sus deseos a unas sencillas relaciones, pasajeras sin duda. Quiso arrancarme la promesa de que sería su esposa y absolutamente la rehusé. [Le manifesté] mi repugnancia al matrimonio, y tampoco le oculté que mi amor no era de naturaleza tal, que me inspirase el deseo de ser suya. [Me llamó] mujer original, fría, sin corazón: ¡Cuántas lágrimas! ¡Cuántas reconvenciones!
Yo hubiera roto con él, si la compasión no me hubiese inspirado esperar para hacerlo a que se pasase, como no dudaba sucedería, esa exaltación de amor, que entonces le poseía. Le vi padecer tanto, que me conmoví, y como se ofrece la luna a un chiquillo, que llora por ella, le ofrecí yo a él que sería suya algún día.
Una bagatela le indispuso luego con mamá, y le trataba ésta con tal esquivez y aun desatención, que, ofendida yo, le prohibí por su propio decoro venir a casa en algunos días, para que se calmase mamá y hacerla yo entender lo desatenta que estaba con él por un motivo tan pueril. El pobre muchacho creyó ya que no volvería a verme, qué sé yo lo que pasó en aquella cabeza. Lo cierto es que hizo mil locuras irreparables. Después de algunos días de afán y mortal inquietud, que mis cartas, las más tiernas, no podían calmar, cometió la imprudencia de hablar a su padre y escribir a mi hermano diciendo el deseo y resolución que tenía de casarse conmigo; sin haber consultado antes mi voluntad, acaso porque dudaba de ella.
Interrogada por mi familia, desde luego declaré seriamente que no pensaba en semejante matrimonio, y mi hermano se lo escribió así a Méndez Vigo.
¡Entonces fue Troya! No molestaré a usted con pormenores enfadosos. El pobre chico creo que se trastornó, pues, entre mil disparates que dijo e hizo, me escribió una carta (que conservo como casi todas las suyas) en la que me juraba se daría un pistoletazo si no me casaba con él antes de tres meses.
Temí cualquier cosa de él, mucho más cuando supe (Bravo[xxxv] lo sabe también) que andaba llorando en los paseos y cafés como un loco: tuve, pues, a su situación todas las consideraciones que exigía; le escribí cartas llenas de ternura y le ofrecí que sería suya más tarde.
Pero nada bastó: no sé qué espíritu maligno se había apoderado del pobre joven. Saben sus amigos hasta qué punto se extraviaba por momentos su razón.
La piedad tal vez me hubiera determinado a casarme con él (a pesar que menos que nunca me inspiraba aprecio ni confianza aquel carácter tan débil y aquella cabeza tan frágil), si el orgullo de mi nombre no me lo hubiera absolutamente prohibido.
El padre de ese joven, que según tengo entendido es responsable a su hijo del dote considerable que le llevó su primera esposa (y que sin duda no deseaba [deshacerse] de él, como tendría que hacerlo casándose su hijo), dijo que no aprobaba su matrimonio sino hasta dentro de tres años, pues aún era muy joven para contraer tan serio empeño. En consecuencia a esta manifestación rehusó venir a pedir mi mano, como parece quería su hijo, y éste le amenazó con que pediría al jefe político la licencia, que él le rehusaba. Todo esto pasaba sin que yo supiese nada, ni remotamente lo sospechase. ¡Puede usted figurarse mi indignación a la primera noticia, que llegó a mis oídos! Se apuró mi sufrimiento y rompí enteramente con el imprudente joven, escribiendo al padre una carta en la cual le manifestaba, que jamás había tenido la intención de casarme con su hijo, ni con su aprobación, ni sin ella. Por tanto, debía mirar como locuras del joven todos los pasos que hubiese dado con este objeto, y le aconsejaba y rogaba le mandase a viajar para distraerle.
Pocas personas sabrán en Sevilla estos pormenores; pero muchas han sido sabedoras de la desesperación de Antonio[xxxvi] y de los reproches que me dirigía en su exaltación. Así es, que por una fatalidad de mi estrella siempre me condenan las apariencias, se me juzga sin comprender mis motivos. ¡Yo sé que se me censura haber jugado con la sensibilidad de ese joven y se me tacha de inconstancia y coquetería! Ya usted conoce mi culpa. No he tenido otra; sino entablar (como hacen todas en Sevilla) unas relaciones, que suponía ligeras y sin consecuencias de ninguna especie: ¡ésta es toda mi culpa y sabe Dios cuánto me he arrepentido de ella! Si después no pude resolverme a sacrificar mi libertad y mi delicadeza casándome con él sin la pública aprobación de su padre, ciertamente no merezco por ello censura, y sería muy despreciable a mis ojos si hubiera procedido de otro modo. La pasión no me haría faltar a mi decoro entrando a la fuerza en una familia: ¡cuánto menos la compasión!
[Se marchó] por fin Antonio, y yo respiré: [Me pareció] ver la luz después de una larga prisión o lanzar un peso enorme largo tiempo sostenido.
Lo confieso: quedé cansada de amor; aquel amor delirante y frenético, que yo no había participado, me causaba fatiga.
Por eso me fijé más que nunca en mi sistema de no amar nunca. He jurado no casarme nunca, no amar nunca; y aun me propongo ya abjurar también todo empeño, aun los más sencillos y pasajeros. Un mes después de la marcha de Méndez Vigo volvió usted de Almonte[xxxvii].
¡Está concluida mi historia!, pensé antes no haberla escrito sino en su ausencia de usted, porque quería tener con usted una correspondencia epistolar, pero luego varié de idea, porque no pienso ya que debemos entablar dicha correspondencia[xxxviii].
Nada más me resta que decir, caro Cepeda; ahora recuerde usted mis condiciones. Éste será reducido a cenizas tan luego sea leído, y nadie más que usted en el mundo sabrá que ha existido.
Adiós: no sé cuándo nos veremos y podré dar a usted este cuadernillo.
Acaso con él voy a disminuir la estimación con que usted me favorece y a debilitar su amistad: ¡no importa! ¿Debo sentir el dar a usted armas para combatir una amistad, que acaso conviene a ambos deje de existir? Yo seré siempre amiga de usted aun cuando no exista amistad entre nosotros. Es decir, le estimaré a usted aun cuando cese de manifestárselo.
Adiós, querido mío: sacuda usted esa melancolía, que me aflige. Créame usted: para ser dichoso modere la elevación de su alma y procure nivelar su existencia a la sociedad en que debe vivir.
Cuando la injusticia y la ignorancia le desconozca y le aflija, entonces dígase usted a sí mismo: Existe un ser sobre la tierra que me comprende y me estima.
Sí, creo comprender a usted y estimarlo: ¡si me engañase, si fuese usted otro de lo que yo creo…! sería un desengaño más: ¡y qué importa uno a la que ha sufrido tantos!
P. D.: He leído ésta y casi siento tentaciones de quemarla. Prescindiendo de lo mal coordinada mal escrita, etc., ¿debo dársela a usted? No lo sé: acaso no. Ciertamente no tengo de qué avergonzarme delante de Dios ni delante de los hombres. Mi alma y mi conducta han sido igualmente puras: pero tantas vacilaciones, tantas ligerezas, tanta inconstancia ¿no deben hacer concebir a aquel a quien se las confieso, un concepto muy desventajoso de mi corazón y mi carácter?
¿Debo tampoco descubrir los defectos de personas que me tocan de cerca como lo hago…? No ciertamente, Cepeda: no debo. Para resolverme a dar a usted este cuaderno es preciso que le estime a usted tanto, tanto, que no le crea un hombre, sino un ser superior.No sé, pues, qué hacer; lo guardaré y seguiré, para darlo o quemarlo, el impulso de mi corazón cuando vea a usted por primera vez[xxxix].»
Notas a la presente edición:
[i]En el original no se dice el año ni el lugar de la confección de este cuadernillo, como le llamó su autora, y que consta de 21 hojas en cuarto, sin foliar; pero su contenido, guardado, celosamente, en el Archivo de la Real Academia Sevillana de las Bellas Letras, y que hemos tenido oportunidad de contrastar directamente, no dejan lugar a la menor duda posible. Fue escrito en la casa de la calle Sierpes de Sevilla donde que vivió la eminente poetisa durante aquel verano de 1839.
[ii]“Don Ignacio de Cepeda y Alcalde, a quien se le entregó este cuaderno. En el texto se le nombra varias veces por su apellido” –dice Don Lorenzo Cruz de Fuentes en la edición de esta obra de 1914. Y dice bien–.
[iii]Ninguna de las dos exigencias fueron respetadas, gracias a lo cual hoy podemos disfrutar de la valiosa correspondencia.
[iv]“Puerto Príncipe, villa harto atrasada entonces, que no tenía escuelas públicas ni teatro”. Ha dicho Lorenzo Cruz de Fuentes, desconociendo la realidad y confundiendo a muchos lectores. No era así y no podemos estar de acuerdo con sus palabras. Es cierto que en el Camagüey de entonces aún no había un teatro fijo construido, aunque sí visitas de compañías teatrales y óperas a las cuales la joven Avellaneda asistió. En 1814 Camagüey era, y sigue siendo, la tercera Villa de Cuba. Casualmente en aquel año Santa María del Puerto Príncipe, estrenaba cementerio, el más antiguo conservado de toda la isla. Dos siglos antes, entre 1604 y 1608 fue escrita por Silvestre de Balboa y Troya de Quesada –escribano del Cabildo– la primera obra literaria cubana, titulada Espejo de paciencia. Un siglo y medio después, en 1757 se estableció el colegio de los Jesuitas, primera institución docente de la que se tiene cuenta en la ciudad. Y aunque mucho después, el segundo tramo de ferrocarril construido en la isla de Cuba, Puerto Príncipe-Nuevitas se inauguró en 1846, ocho años antes que el primero que rodara en toda Andalucía, el que unía Jerez de la Frontera con Puerto Real en 1854. En Sevilla aparecería en 1857, uniendo Córdova con la capital hispalense. No pretendemos comparar ambas localidades, pero creemos merece la pena aclarar el comentario, totalmente desafortunado, del primer editor de esta Autobiografía.
[v]“Sabido es que los padres de la Avellaneda fueron el capitán de navío don Manuel Gómez de Avellaneda y doña Francisca de Arteaga”. Nota del Editor, Lorenzo Cruz de Fuentes, Huelva, 1914.
[vi]Los tenía cumplidos, puesto que nació el 23 de marzo de 1814, y según su propia cuenta, su padre había muerto a fines de 1823. Igual equivocación se observa en algunas de sus cartas. Los editores de sus poesías en 1850, la supusieron nacida en 1816. Observación y nota del Editor, Lorenzo Cruz de Fuentes, Huelva, 1914.
[vii]Se refiere a la isla de Santo Domingo, ocupada totalmente por los haitianos desde 1822, ocupación que duró hasta 1844. Entonces se denominaba République d'Haïti et Saint Domingue. Dicha ocupación militar haitiana fue un período histórico que duró 22 años en el cual Haití gobernó la parte oriental de la isla, imponiéndose sobre el nuevo Estado independiente del Haití Español. Una historia que siempre ha quedado a la sombra de los ojos de la metrópoli española.
[viii]Don Isidoro Gaspar Escalada, teniente coronel del regimiento de León. (Ampliar la información de que dispongo).
[ix]Don Luis de Arteaga.
[x]Se refiere a una orden inicua española por la cual la Avellaneda tendría que esperar a su mayoría de edad –25 años, entonces–, para tener acceso, directo, a su herencia.
[xi]El 24 de julio la Avellaneda no escribió. Fue miércoles, que era día de paseo, y pasear era lo primero en la sociedad sevillana.
[xii]Paseo junto al Guadalquivir, frente al palacio de San Telmo, donde se reunía la buena sociedad sevillana en las noches de verano. En la portada de Cuadernillos de viaje y La Dama de gran tonoaparece un excelente grabado de ese paseo.
[xiii]Ángeles Arteaga, dice Lorenzo Cruz de Fuentes. Angelita, que falleció muy joven, era hermana de Eloísa Arteaga y Loynaz a quien la Avellaneda dedicó los Cuadernillos de Viaje de 1838. Ambas eran hijas del primogénito tío materno, también llamado Manuel.
[xiv]La quinta parte de su capital.
[xv]Don Francisco Cepeda, hermano de don Ignacio. (Nota de Lorenzo Cruz de Fuentes)
[xvi]“Como habrán observado los lectores, la poetisa suspende en todo este apartado la narración de su autobiografía para dejar escape al impulso de los celos, que comenzaban a levantarse en su pecho, y que, como indicamos en el Prólogo –dice Lorenzo Cruz de Fuentes, nosotros creemos lo mismo–, fueron una de las causas de la ruptura de relaciones amorosas con el señor Cepeda”.
[xvii]La precisión que da a esta cita y a la anterior la señora Avellaneda, al cabo de ocho años que habían sido escritas las cartas, demuestra que conservaba los originales de Loynaz y los borradores de las contestaciones.
[xviii]No se equivocaba la eximia escritora. Su vida fue breve, puesto que no cumplió los cincuenta y nueve años de edad, y las contrariedades que sufrió su espíritu fueron grandísimas, aun en medio de los triunfos literarios que un día alcanzara.
[xix]Aunque tenía tres hermanos, Pepa, Emilio y Felipe Escalada, del segundo matrimonio de su madre, quiso aquí la poetisa referirse exclusivamente a su hermano entero don Manuel Gómez de Avellaneda, por quien sintió siempre un cariño entrañable.
[xx]El uso del la, como dativo, en vez de le, es incorrección que no debe imitarse (Lorenzo Cruz de Fuentes intenta dar lecciones de buen castellanoal lector). En igual defecto incurre varias veces la inspirada poetisa en este escrito; sirva la presente advertencia para lo sucesivo.
[xxi]Quiso decir Santiago de Cuba.
[xxii]A partir de aquí la Autobiografía escrita para Ignacio de Cepeda se entremezcla con los cuadernillos de viaje dedicados a su prima Eloísa. Ver:
[xxiii]“Aún se ven en el manuscrito las manchas de las lágrimas”, dice Lorenzo Cruz de Fuente. Yo, que he tenido el privilegio de ver los originales, no recuerdo mancha alguna supuestamente provocada por las lágrimas vertidas. Un pequeño borrón sí que hay, nada más. Cruz de Fuentes ha querido, en esta parte y en otras muchas también, melodramatizar los hechos para seguir la corriente romántica de la Avellaneda y para acercarse al típico lector de la época.
[xxiv]Su hermano, ya citado en otra nota.
[xxv]El señor Ricafort, padre, que por lo visto era el Jefe de la Comandancia militar de La Coruña [Parece no. Lo fue]
[xxvi]Ocioso parece advertir al lector que se estaba en plena guerra carlista.
[xxvii]Realmente no marchó a Lisboa. A través de esa ciudad se fue a Cádiz y de allí a Sevilla.
[xxviii]Rousseau (Juan Jacobo), cuyos libros, sobre todo El Contrato social y El Emilio, andaban tan en boga en aquella época.
[xxix]Don Felipe Gómez de Avellaneda, hermano del padre de la poetisa.
[xxx]Pueblo de la provincia de Sevilla, donde nació el padre de la Avellaneda.
[xxxi]La señorita Concepción Noriega, amiga íntima de la poetisa.
[xxxii]La plaza de Sevilla llamada entonces Duque de Medina Sidonia y poco después, como ahora, Duque de la Victoria.
[xxxiii]Don Antonio, a quien cita luego por su nombre.
[xxxiv]El propio don Ignacio de Cepeda, para quien se escribió esta autobiografía.
[xxxv]Don Pedro Gómez Bravo y Pernía, amigo íntimo del señor Cepeda desde que estudiaron juntos en el Colegio de la Asunción, de Córdoba. Era natural de Cabeza del Buey (Badajoz).
[xxxvi]El señor Méndez Vigo.
[xxxvii]A este pueblo, donde pasaba temporadas el señor Cepeda por tener allí casa sus padres, fueron dirigidas desde Sevilla las cartas de la Avellaneda en agosto y septiembre de 1839; cartas que fueron contestadas a Doña Amadora de Almonte, que era el pseudónimo adoptado por la poetisa mientras permanecieron en secreto estas relaciones amorosas.
[xxxviii]Por lo visto, volvió a variar de idea la eminente escritora, pues se conserva la correspondencia epistolar posterior a esa resolución suya.
[xxxix]Finalmente no lo quemó. Lo entregó y gracias a ello hemos podido disfrutar su contenido, altamente valioso, tanto como su inmortal obra, toda.