Este fin de semana el mundo entero ha sido sacudido una vez más por la tragedia, un ejemplo más de la barbarie y la sinrazón, que en EEUU siguen arropadas por la libre posesión de armas. La matanza de Connecticut es una más de las que llevan asolando los colegios e institutos de Norteamérica durante años. Personas normales, tímidas o introvertidas, que en día se plantan en un instituto por un oscuro y absurdo motivo, que les lleva a acabar con la vida de decenas de personas, y normalmente la suya propia.
En este caso, el chaval en cuestión pertenecía a los del segundo grupo, los catalogados como los raritos del cole, aquellos que no hablan mucho, pero que un día explotan. El tal Adam Lanza perpetró una masacre inconcebible, seguramente planeada, tal vez motivada por alguna razón que nunca llegaremos a comprender, pero también fulminó a su propia madre con varios disparos. Finalmente, el chico se suicidó cuando oyó llegar a la policía. Parece que aún le quedaban balas en el cargador.
Todo este suceso me ha hecho recordar un relato que escribí hace tres años. En ese caso, el protagonista respondía al nombre de Ben, pero tan sólo era un kamikaze más. Kamikaze era precisamente el nombre que le di a este relato, y que bien podría llevar ahora el título de este post. A veces la realidad supera a la ficción, y en este caso me dan escalofríos al releerlo de nuevo y comprobarlo.
Kamikaze (Septiembre 2009)
¿Cuántas razones hacen falta para suicidarse? Es la pregunta que rondaba
la cabeza de Ben desde hacía tiempo, aunque en realidad no necesitaba
una respuesta. No la necesitaba, porque tenía claro que iba a acabar con
su vida antes o después.
Hace tan sólo unas horas, no tenía
demasiados motivos para hacerlo, no más que cualquier persona cuya vida
carece de sentido. Pero ahora, después de todo lo sucedido, no había
otra opción.
Tenía dieciséis años y una vida por delante que no
quería vivir. Desde pequeño, Ben sintió que no le importaba nada ni
nadie. Nunca tuvo amigos porque no los necesitaba. El simple hecho de
estar rodeado de gente le incomodaba, ¿era tan difícil de entender?
A
pesar de todo, se esforzó en ir al colegio, e incluso asistir a
psicólogos para observar inútiles manchas de tinta. Intentó parecer
normal, pero no lo consiguió. Se convirtió en el raro, el antisocial, y
el centro de todas las burlas. No era justo. Él sólo era diferente.
Tumbado
en su cama, Ben seguía dándole vueltas a lo que acababa de hacer,
mantenía su deseo de terminar con todo, mientras sostenía en sus manos
la pistola de su padre. La había utilizado por primera vez hace unas
horas, después de llevar años escondida en un cajón. Se había cargado a
cinco compañeros de instituto, de los que siempre le miraban mal, de los
que se reían de él. Ahora ya no volverían a hacerlo. Ni con él, ni con
nadie.
Tras el primer disparo, los demás se le antojaron una humilde
demostración. Se sintió bien porque cuando los apuntó con el arma sus
miradas cambiaron. El desprecio que siempre veía en sus ojos dio paso al
respeto y el temor, y eso le gustó. Salió del instituto convencido de
la rectitud de sus actos, y aún con dos balas en el cargador. Pero Ben
sólo necesitaba una.
Llegó a casa buscando comprensión. Les contó a
sus padres lo que acababa de hacer, pensando en que una confesión antes
de matarse sería una suerte de expiación. Lo único que recibió fue una
avalancha de gritos y llantos. Ben no lo soportó.
Hace tan sólo unas horas, no tenía demasiados motivos para suicidarse, no más que cualquier persona cuya vida carece de sentido. Pero ahora, después de todo lo sucedido, no había otra opción.
Abrió
la ventana, y el sonido de las sirenas de la policía inundó su
habitación. Se sentó en la cama, cogió el arma con fuerza, y apoyó el
cañón aún caliente en su sien. Sin dudarlo, apretó el gatillo. Tras oír
el clic, Ben sonrió. No quedaban balas en el cargador.