Revista Diario
Desde que me dieron el alta he estado acompañada en casa por mis padres para evitar que yo hiciera esfuerzos con el niño, ya que a mi marido las circunstancias laborales no le han permitido cogerse unos días. Casualidades de la vida, mis padres justo iban a cogerse unos días de vacaciones. Gracias a eso he podido descansar un poco y estar más acompañada.
Esos cuatro días laborables que hemos estado los tres en casa han sido muy buenos para el bebito. Ha tenido atención constante y absolutamente entregada 12 horas diarias. Mis padres le han cogido, le han aupado, le han hecho reir, se han tirado por los suelos con él y le han llevado a pasear por el pasillo una y mil veces. Ha estado en su salsa: mimado y atendido en todos sus deseos y sin esperar ni un segundo.
Como el lunes me encontraba mejor, les pedí que ayer no vinieran, que al fin y al cabo también se merecían un descanso. Y se lo dije sabiendo que el día que me esperaba iba a ser de aupa, que a estas alturas conozco a mi hijo al dedillo, como si le hubiera parido, vamos...
Ayer tocaba recoger las consecuencias de haber estado los últimos 11 días en un entorno y unas condiciones muy lejos de las habituales. Se levantó llorando por la mañana, de muy mal humor, y esa fue la tónica del día: muy demandante, exigente a tope, con una paciencia totalmente desaparecida e incapaz de entretenerse con nada. ¿Por qué?. Pues porque ha estado más de diez días primero con unos abuelos y luego con otros que le han atendido sin interrumpción más que para sus siestas, que en ningún momento le han dejado solo ni le han dado opción a que se entretuviera con sus cositas aunque fuera cinco minutos.
A lo bueno nos acostumbramos todos muy rápido, los niños los primeros. Ahora mi hijo requerirá al menos otros quince días para hacerse a la idea de que mamá tiene que ir al servicio al menos un par de veces al día, de que mamá no puede preparar su comida si le tiene en brazos, que se tiene que duchar aunque sea deprisa y corriendo y que no se acaba el mundo si le deja en la trona para ir a la cocina a por más agua o a por una galleta. Además de volver a recuperar el gusto por usar sus juguetes, que en ello estábamos cuando me operé, y ahora parece que se le ha olvidado completamente.
Ayer fue un día de esos de perras en el suelo, de llorar a todo trapo, y de verme incapaz de cogerle en brazos, no sólo porque no debo hacer esos esfuerzos todavía, sino porque con lo mucho que se mueve y agita brazos y piernas, la integridad de mi herida peligra.
Además, hemos entrado en una etapa de obsesiones que me tienen dándole al coco desde hace unos días. La primera, ya conocida, es la de chuparse el dedo, que ahora mismo es un vicio tremendo. Ya sé que esto va por rachas, es probable que en unas semanas lo deje un poco, pero desde que me dieron el alta se pasa todo el santo día chupándose el dedo. Si no tiene la mano izquierda ocupada, tiene el dedo en la boca. Y si se lo intentas sacar, a parte de que va todo el cuerpo detrás de lo fuerte que lo succiona, se cabrea muchísimo.
La segunda, bastante menos importante, es que ha cogido el vicio de quitarse los zapatos y los calcetines a todas horas, mientras se ríe. Este vicio ya se de dónde viene porque mi suegra me lo contó, muy divertida, cuando me dieron el alta. Si me lo hubieran comentado mis padres, les hubiera dicho que cómo se les ocurre reirle esa gracia al niño. Sí, ya se de sobra que un bebé quitándose los zapatos y los calcetines y chupándose el dedo gordo del pie, si además se parte mientras lo hace, es muy gracioso y apto para el babeo abuelil. Pero la actitud más útil para los padres es intentar no reirle la gracia y explicarle que no hay que quitarse ni lo uno ni lo otro, ¡digo yo!. En fin, una tarea más la que tengo ahora, la de andar todo el día detrás de él enseñándole que esto a mi no me parece gracioso en absoluto (qué aburridas somos las madres a veces, ¡cómo les cortamos el rollo!).
A pesar de todos estos males menores (que menos mal que no dejan de ser meramente anecdóticos), hoy vuelvo a contar con la ayuda de mis padres, que además se traen a mi abuela para completar la tribu. Porque si en estos días no hubiera tenido la ayuda de los cuatro abuelos la cosa hubiera sido más que complicada, imposible.
Esta tarde, por cierto, tengo pediatra por un tema que me preocupa: el niño ronca. Desde que cayó malito a principios de octubre ha tenido muchos mocos, que parece que no le han abandonado del todo. Pero ahora mismo no tiene cantidad de mocos como para justificar que ronque tantísimo, incluso cuando va sentado en la silla del coche. Además, muchas noches se pasa las primeras horas de sueño con dificultades para dormir profundo porque su propio ronquido le despierta, igual que a un adulto. Veremos qué me dice, mi marido sugiere vegetaciones, pero a mi me parece muy pequeño para eso, ¿no?. Ya os contaré.