En mi escalera las cosas se deciden por consenso. O por puro convencimiento. El mío. Me explico: he decidido que hay que rehabilitar la fachada, así que, antes de exponerlo en una reunión, habré de hacer campaña para asegurarme su aprobación. Por supuesto, acabo convenciendo siempre, si no, no me pondría. Expongo, yo vivo en un primero y no hay ascensor, por tanto, los vecinos a la fuerza han de pasar por mi puerta. Es decir: yo lo controlo todo como en la aduana. Y eso es esencial en mi estrategia. Somos ocho vecinos, y con la del local de abajo, nueve. Por tanto, con cinco que votemos en positivo ya ganamos. Pues bien: la Desi, que es la hija de los del segundo, se pega unos filetazos tremendos, sin repetir nunca contrincante, justo enfrente de mi puerta, de mi mirilla, para ser más concretos. Y cree, la ilusa, que es casualidad que siempre que triunfa la pille. Así que, ella se encarga de convencer a sus padres de lo que sea menester. Ya somos dos. La del local de abajo insistió en su día en pagarme un tanto por permitirle poner el cartel de “Floristería Loli” en mi balcón y, por supuesto, yo no acepté. Y son tres. Con el del tercero me basta hacerme la encontradiza y felicitarlo por la mujer tan encantadora que tiene. O le pregunto, como por curiosidad, por los años que lleva casado con ella, para tenerlo controlado. A él y a la del cuarto, que es con la que tiene el asunto. Por tanto, somos cinco los que siempre estamos de acuerdo. Aun así, intento asegurarme, para ir sobrada, a mi amiga Lourdes que vive en el quinto que, como lleva una vida sin mácula y no debe nada, tendré que detallarle, para convencerla, una por una, todas las ventajas de adecentar la fachada.
Texto: Miguelángel Flores
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