Todos sabemos qué es el consentimiento informado: ese papel que nos dan a firmar cuando tenemos que someternos a una intervención quirúrgica, a un procedimiento diagnóstico o terapéutico invasivo, y a cualquier actuación que pueda suponer un riesgo para nuestra salud como pacientes.
En todas estas situaciones descritas ha de ser por escrito; en el resto de casos puede ser verbal, según el art. 8.2 Ley 41/2002 de Autonomía del Paciente y el Código Deontológico Médico.
La definición en realidad está estipulada en la LGS (Ley General de Sanidad) art.10 y dice así: la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud. Puede o no plasmarse en un documento.
Siempre es el paciente el que tiene que decidir qué quiere que se le haga y para ello ha de estar suficientemente informado, con un lenguaje adaptado a su capacidad para que lo pueda entender fácilmente y dándole total libertad para preguntar cualquier duda que se le presente.
Los pacientes deben participar en su proceso y en la toma de decisiones que le afecten directamente.
Desde la aparición de la Ley General de Sanidad de 1986 es un imperativo ético y legal, o sea, obligatorio.
El consentimiento informado (a partir de ahora CI) respalda la actuación del médico (sin entrar en la medicina defensiva) y determina el campo de actuación médica, desplazando además la autoridad hacia el paciente, que es el que ha de tomar la decisión final.
Se da el CI para una actuación en concreto, no existen consentimientos “generales” y deberá constar en él las consecuencias que tendrá la intervención, los riesgos típicos que se podrían producir en circunstancias normales realizando una buena praxis médica y los riesgos personalizados según las características de cada paciente.
Realmente tiene muchos beneficios: el simple hecho de dar información al paciente ya puede tener un efecto terapéutico; si se realiza adecuadamente aceptará mejor las acciones que se le proponen y, por supuesto, estamos promoviendo su autonomía, ayudándole a convertirse en un paciente empoderado, capaz de involucrarse en la evolución de su propio proceso vital.
Para que tenga validez el CI ha de tener en cuenta que el paciente sea capaz de tomar decisiones, lo que supone que puede comprender y asimilar la información que se le está dando, sobretodo en cuanto a los beneficios y riesgos de aceptar o no la actuación que se está prescribiendo.
Por otra parte la decisión debe ser tomada de forma libre y voluntaria, sin existir coacciones o negación de otras alternativas. Lo que sí que se considera válido es la persuasión (no sé si se puede diferenciar muy bien entre coacción y persuasión en todos los casos…).
Una vez el paciente tiene toda la información en la que ha de constar de manera clara, veraz y sencilla los posibles beneficios, riesgos y alternativas (si las hay), es cuando podrá tomar la decisión de firmar o no dicho consentimiento.
Hay excepciones en las que no es necesario el CI:
• Si hay riesgo para la salud pública.
• Si el paciente está incapacitado para tomar decisiones (lo harán sus familiares, tutores legales, el equipo médico o el juez).
• Cuando estamos ante una urgencia vital que no permite ningún tipo de demora. Aquí se debería tener en cuenta el Testamento Vital en caso de que lo hubiera.
• Siempre que el paciente haya indicado que no quiere que se le informe, o bien cuando el equipo que lo trata considere que informarlo no supondría un beneficio, más bien al contrario podría empeorar su estado de salud.
Hay casos más especiales que podéis encontrar en el enlace la Ley de Autonomía del paciente como son: los menores de edad, la medicina volitiva (la que se realiza de forma voluntaria y no tiene finalidad curativa), la reproducción asistida, y el trasplante de donante vivo.
Ahora os toca como pacientes exigir (o mejor pedir) que se os explique el consentimiento informado cuando sea necesario y no sólo que se os ponga delante para que lo firméis…