La mejor dedicación de Consola, la vecina de mis tatarabuelos, era, y no cabe duda para nadie, el amargarle la vida a foráneos y allegados. Su nombre, pronunciado siempre entre susurros, no fuera a ser -incluso cuando Consola llevaba años muerta, aún seguía ese reverencial miedo a que estuviera escucando tras la puerta, lista para armar la de sanquintín en menos de lo que canta un gallo- iba siempre aparejado de sonoros epítetos, de adjetivos poco cariñosos y, en caso de mi generación, un profundísimo misterio. Porque de Consola, a pesar de que los mayores hablasen de ella, nosotros, los que no la habíamos conocido, no sabíamos demasiadas cosas. Con el tiempo, empero, los adultos fueron confiándose y yo pude absorber, gota a gota, la información, como la esponja que fui si lo que me contaban concernía a otros tiempos. Y, efectivamente, llegué a la misma conclusión que, a lo largo del siglo XX, con sus idas, venidas y vaivenes, habían mantenido los de mi raza: que Consola fue, en vida, una bruja auténtica que, aunque podría haberse salvado del escarnio memorialístico por pequeños gestos de humanidad que a veces tuvo, hizo todo lo posible porque no fuera así.
En mi casa no se hablaba de los años de juventud de Consola, ni una sola palabra; y por eso parecía -yo no me la imagino de otra manera- que siempre había sido una vieja arrugada, una amargada de fuerza mayor que o bien nunca se casó (no sé si por causa o consecuencia de lo anterior) o bien enviudó joven, y que, ya madura y para su disgusto, hubo de hacerse cargo de una cohorte de niños y un inválido. Todo fue porque su familia fue agraciada con todo un milagro. ¿Cómo si no podría explicarse que Ramona, la hermana que tenía viviendo en el monte, malcasada en un matrimonio estéril desde hacía años, comenzase a parir chiquillos después de los treinta? El milagro coincidió en tiempo con la construcción de la carretera de Borines y, por supuesto, con la llegada de fornidos obreros forasteros; uno de ellos de bellísimos ojos glaucos como los que, vaya por Dios, fueron heredando todos los hijos de David y Ramona, morenos, morenísimos ambos. La cuestión fue que, siete hijos después, Ramona murió y David, el nuevo y auténtico San José de Borines, agraciado con siete boquitas que alimentar producto del Espíritu Santo y la fé de su mujer, sufrió un accidente que le dejó encamado. Los nenos, rubísimos, fueron repartidos por varias casas. A Consola le tocó cuidar del inválido y los dos primogénitos, Aurora y César. No fue un acto de humanidad: lo haría aplicando sus propias y estrictas normas y a cambio de la pensión de invalidez de su cuñado.
Borines, años 10 del siglo XX
Las reglas de Consola no fueron fáciles de llevar. Su sobrina, al menos, intentó rebelarse en vano contra ellas. Consola no aceptaría hombres que no fueran de su sangre en casa y así se encargó de hacérselo saber a Aurora, una cucada de adolescente que tenía detrás a todos los mozos del pueblo. Fue entonces cuando Consola comenzó a demostrar sus dotes de bruja: no importaba dónde, e incluso en un pueblo que ofrecía lugares tan recónditos para poder esconderse, siempre acababa encontrando a su sobrina y, frecuentemente, a algún que otro muchacho, en el momento justo y necesario: cuando la falda no había subido aún más arriba de las rodillas y cuando los pantalones aún no habían caído más abajo de los muslos. La demencial capacidad de Consola para estropear los devaneos de Aurora acabó produciendo, curiosamente, que ésta fuera aún más deseada por los mozos: obligada a no llevar una vida normal, la muchacha hubo de conformarse con contonearse, en la intimidad de su cuartuco, desnuda, con la ventana abierta; a sonreir a los mozos que, muy pronto, comenzaron a pasarse, cada noche, por el camino vecinal al que daba la ventana. De la melena dorada de Aurora cayendo por sus pechos aún firmes y desnudos, de sus manos arrimándose peligrosamente al pubis, natural y caliente, de sus risas cómplices al tiempo que abría un poco más la ventana para mostrar su silueta perfectísima nunca supo Consola, a pesar de que todo el pueblo conocía a qué hora había que pasarse por el camino para disfrutar del espectáculo. Ni siquiera las más celosas madres ni esposas se vengaron chivándose a la vieja, tal era la ternura que despertaba la desesperación de Aurora y la macabra certeza de que, algún día, se convertiría en una pobre vieja solitaria a la que nunca le habían dejado disfrutar de la compañía de un hombre.
Aquella joven bellísima de usos de obligada beata acabó convirtiéndose, efectivamente, en una anciana que vivió y murió sola, solísima, con la mente nublada y llena de los recuerdos que nunca fueron; de una vida que pudo haber sido y no fue, del amor que le juraron tantos mozos que, cansados de esperar, habían acabado casándose con otras y ahora, rodeados de familia, ya no se acordaban de cuando Consola les había perseguido, traenta en mano, por todo el monte; los mismos que ahora llamaban loca a Aurora, la joven que un día habían deseado irracionalmente. Ella, sin lugar a dudas, fue la principal víctima de la proverbial maldad de Consola, pero no la única. Mi familia, de forma menos dramática pero, desde luego, igual de irritante, también fue perjudicada por la bruja y por una Aurora aun joven, obligada, como siempre, a poner la cara por su tía. Cuando yo era pequeña, muchos años después, me daba siempre la impresión de que los ojos de Aurora pedían perdón constantemente a los de mi raza, pero, desconociendo como desconocía aquella historia, atribuía mi sensación a que la anciana tuviera aquellos ojos tan azules como el cielo, tan tristes como la lluvia, tan solitarios como la escarcha que pronto los nublaría para siempre. ¡Cuánto me quedaba por aprender!
Continuará