Robert Skidelskiy, Project Syndicate
Todos los sistemas intelectuales se basan en supuestos que no es necesario explicar, porque todos los miembros de esa comunidad intelectual particular los aceptan. Esos axiomas “profundos” están implícitos también en la economía, pero, si se dejan sin examinar, pueden conducir a los encargados de la formulación de políticas a un callejón sin salida. Eso es lo que está ocurriendo actualmente con las medidas adoptadas en un país tras otro para reducir drásticamente el gasto y disminuir los déficits presupuestarios.
La misión principal que John Maynard Keynes se fijó al escribir su Teoría general del empleo, el interés y el dinero fue la de descubrir los axiomas profundos subyacentes a la ortodoxia económica de su época, que daba por sentada la imposibilidad de un desempleo en masa persistente. La pregunta que formuló sobre sus oponentes fue la siguiente: “¿Qué han de creer para afirmar que el desempleo en masa persistente es imposible, que el ‘estímulo’ estatal para aumentar el empleo no puede ser positivo?” Al responder esa pregunta, Keynes reconstruyó la teoría ortodoxa... y después pasó a desmontarla.
En la actualidad, pese a la revolución keynesiana, la misma pregunta requiere una respuesta. ¿Qué deben creer sobre la economía quienes piden una rápida “consolidación fiscal” en medio de un gran desempleo para dar coherencia a su política?
No es una pregunta trivial, porque el cilicio ha llegado a ser la prenda de vestir favorita entre quienes ahora dictan las recetas económicas. Organismos como el G-20, el FMI y la OCDE se unen a los “mercados” y a los articulistas económicos para pedir que los gobiernos liquiden sus déficits. Según dicen, cualquier otra vía significa desastre; el equilibrio de los presupuestos lo antes posible es la única vía para volver a la prosperidad
Unos pocos economistas keynesianos se oponen a esa estampida hacia la reducción de gastos: Paul Krugman, Joseph Stiglitz y Brad DeLong en los Estados Unidos; Martin Wolf, Samuel Brittan, Danny Blanchflower y yo en el Reino Unido, y Paul de Grauwe y Jean-Paul Fitoussi en la Europa continental, pero somos una pequeña minoría.
De hecho, todos los gobiernos occidentales, con la excepción del de Obama, están comprometidos con la reducción del gasto... y Obama no puede conseguir un nuevo plan de estímulo en el Congreso. La pregunta que hay que hacerse es la siguiente: ¿qué deben creer los partidarios de reducciones y tajos para justificar sus políticas?
Cuando formulo esa pregunta, nunca recibo una respuesta coherente, por lo que voy a desandar los pasos dados por Keynes.
El primero de los supuestos implícitos de la teoría ortodoxa que Keynes descubrió fue la ley de Say, la doctrina de que “la oferta crea su demanda". Eso significa que todo el dinero ganado acabará gastado, por lo que en ningún momento puede haber una “saturación general” de bienes de consumo.
Keynes señaló la falacia así: si bien la renta derivada de la producción es, por definición, igual al valor de la producción, de ello no se sigue que se vaya a gastar toda esa renta. Una parte de ella puede ser “atesorada” y en ese caso la demanda será inferior a la oferta. Concretamente, Keynes negó que los ahorros sean simplemente gasto aplazado. En un pasaje muy conocido, escribió: “Un acto de ahorro significa (...) la decisión de no cenar esta noche, pero no requiere la decisión de cenar o de comprar un par de botas dentro de una semana... De ese modo deprime el negocio de la preparación de la cena de hoy sin estimular el de la preparación para algún acto futuro de consumo”.
“Llegar a esa comprensión”, dice Krugman, “fue un inmenso logro intelectual”. Aun así, la ley de Say sigue vigente entre nuevos macroeconomistas clásicos como John Cochrane y Eugene Fama. Equivale a afirmar que los factores de producción se emplearán siempre plenamente y que, como dice Cochrane, “si el Estado te toma prestado un dólar, se trata de un dólar que no gastas o que no prestas a una empresa para que lo gaste en una nueva inversión”.
El segundo postulado clásico que Keynes descubrió fue el de que el “salario real es igual a la desutilidad marginal del trabajo”. Eso significa que, en un mercado laboral competitivo, los salarios reales siempre se ajustarán instantáneamente a las condiciones de la demanda. Dicho de otro modo, nunca puede haber desempleo involuntario o no deseado.
Keynes negó que se fijen los salarios reales en el mercado laboral. Los trabajadores regatean para conseguir salarios en dinero y una reducción de su renta en dinero podría hacer que la demanda total fuera demasiado baja para dar empleo a todos los que deseen trabajar. Sin embargo, en la actualidad la mayoría de los economistas consideran “voluntario” el desempleo: una preferencia racional del ocio en lugar del trabajo, lo que refuerza la idea de que el “estímulo” no puede dar resultado, ya que los trabajadores tienen todo el empleo que desean.
Keynes pensó que el principal supuesto implícito subyacente a la teoría clásica de la economía era el del conocimiento perfecto. “Los riesgos”, escribió, “debían prestarse a un cálculo actuarial exacto. El cálculo de probabilidades (...) debía poder reducir la incertidumbre a la misma condición calculable que la propia certidumbre (...)”
Para Keynes, eso es insostenible: “En realidad (...) por lo general tenemos sólo una idea de lo más imprecisa de todo, menos de las consecuencias más directas de nuestros actos”. Así, la inversión, que es siempre una apuesta sobre el futuro, resultaba dependiente de estados fluctuantes de la confianza. Los mercados financieros, mediante los cuales se hace la inversión, siempre eran propensos a desplomarse cuando ocurriera algo que perturbara la confianza en los negocios. Así, pues, las economías de mercado eran inherentemente inestables.
La actual “teoría del mercado eficiente” ha restablecido en la economía el supuesto del conocimiento perfecto al sostener que todos los riesgos se reflejan correctamente en los precios. Eso significa que “la reducción del precio del riesgo a escala mundial”, que Alan Greenspan consideró la verdadera causa del desplome bancario del período 2007-08, es imposible. Aun así, ocurrió.
La concepción clásica de la economía, que Keynes se propuso demoler, no sólo está vigente, sino que, además, ha predominado en los últimos años, con lo que ha alimentado la creencia de que se puede dejar que los mercados competitivos se regulen por sí mismos, pues siempre ofrecerán todo el empleo que se desee y son inmunes a un desplome en gran escala. También eso alimenta la oposición a la intervención estatal y a las políticas de “estímulo”, que son, supuestamente, innecesarias, si no perjudiciales, ya que los acontecimientos que las requerirían no pueden ocurrir (pero sí que ocurren).
Mientras no empecemos a examinar la economía en un marco keynesiano, estaremos condenados a una sucesión de crisis y recesiones. Si no lo hacemos, la próxima llegará antes de lo que pensamos.
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* Robert Skidelsky, es un historiador de economía británico, y autor de la premiada biografía en tres tomos sobre John Maynard Keynes. Actualmente es profesor emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick, Inglaterra. Puede ver sus opiniones en el documental La sombra de la crisis
Este artículo está tomado de Project SyndicateUna mirada no convencional al neoliberalismo y la globalización