(JCR)
“Detrás de cada guerra africana hay siempre una lucha por recursos naturales”. Escuché esta frase de labios de un amigo sacerdote ugandés durante el segundo Sínodo Africano que tuvo lugar en Roma en 2009. Reconozco que cuando la escuché su análisis me sedujo y yo mismo la he repetido en infinidad de presentaciones sobre los conflictos en África.
Sin embargo, tal vez con la experiencia de los años uno empieza a desconfiar de todos los dogmas (en mi caso, con excepción de los niceno-constantinopolitanos) y a pensar que hay que dejar que los hechos hablen por sí mismos. ¿Es cierto que en las guerras de África siempre se lucha por el control de valiosas materias primas? Hay bastantes casos en los que la respuesta es un “sí”. El caso del Este de la República Democrática del Congo es, seguramente, uno de los más claros, y yo mismo que he trabajado allí durante casi un año he sido testigo de ello. Hay abundante documentación sobre el control de minerales muy valiosos como el coltán, la bauxita, la casiterita, el oro, etc por parte de grupos rebeldes y milicias de diverso pelaje y también por parte de ejércitos extranjeros como los de Ruanda y Uganda que –según consta incluso en informes muy detallados de Naciones Unidas- con la excusa de intervenir por su propia seguridad han realizado un saqueo en toda regla, beneficiando también a grupos empresariales transnacionales que han sacado tajada de conflictos interminables en los que han muerto millones de personas. No voy a extenderme en otros casos de conflictos africanos actuales o ya pasados en los que el control de diamantes, petróleo y otros recursos han financiado guerrillas de una gran crueldad o han contribuido a que se prolongaran diversas guerras africanas que constituían un gran negocio para muchos.
Hay otros casos, sin embargo, en los que hay que matizar mucho más las cosas. Llevo en el Este de la República Centroafricana algo más de mes y medio. Es una zona en la que desde el año 2008 siembra el terror el temido Ejército de Resistencia del Señor (LRA, en inglés). Es una guerrilla ugandesa sin agenda política que empezó en el Norte de Uganda a finales de los años 1980 y que creció gracias al apoyo militar del régimen islamista de Jartum. En el año 2006, diezmada y bajo presión militar, abandonó el Norte de Uganda y se trasladó a zonas boscosas de Sudán del Sur y el Noreste de la República del Congo, donde se reorganizó mientras sus representantes negociaban en Yuba un acuerdo de paz con las autoridades de Uganda.
Dos años después, su líder Joseph Kony se negó a firmar la paz y desde finales del 2008 sus pocos cientos de combatientes se han desperdigado por el Noreste del Congo y el Sureste de la República Centroafricana haciendo lo que han hecho siempre: matar, secuestrar, violar y destruir. Entre los dos países hay hoy unos 450.000 desplazados internos que no pueden volver a sus aldeas por miedo a ser atacados y que malviven en centros de población donde apenas hay presencia de un Estado y servicios públicos.
El terror del LRA pasó en pocos años de ser una crisis que no interesaba a nadie a convertirse en un tema sobre el que se ha escrito mucho y que ocupa hoy a países donantes, Naciones Unidas y diversas agencias internacionales. Como consecuencia de esta creciente atención y cooperación internacional, desde hace tres años operan en el Este de Centroáfrica tropas ugandesas, y desde finales del año pasado el gobierno de Obama envió 100 asesores militares estadounidenses que ofrecen asistencia técnica en Sudán del Sur, la R D Congo y sobre todo la República Centroafricana, donde además entrenan y forman en materias como derechos humanos y relaciones con los civiles a los soldados de este país que, para que se hagan ustedes una idea, además de ser muy pocos parecen salidos de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Otro día, si tengo tiempo, les contaré historias de los militares centroafricanos para que se rían un rato y se acuerden de Gila.
Todo el mundo en Obo, donde me encuentro, tienen quejas de los militares ugandeses, sobre todo de su fama de mujeriegos –qué se le va a hacer, no todo el mundo está dispuesto a vivir como un monje benedictino un año o dos lejos de su familia- pero cada vez que pregunto a la gente si quieren que los ugandeses se vayan nadie me ha dicho que no. “Si se van ellos y los norteamericanos, los del LRA nos atacarán y nos matarán a todos”, me suelen decir, y razón no les falta. Al mismo tiempo, es bastante habitual encontrarse con personas que, hablando por lo bajo, dicen que si los soldados extranjeros llevan tanto tiempo aquí “será que tienen otros intereses escondidos”.
Es muy comprensible que personas que se sienten frustradas al ver que el problema del LRA no se resuelve con la rapidez que ellos quisieran dirijan su enfado contra los militares de los que se esperaría resultados más inmediatos. Pero una cosa son las sospechas y otra las realidades objetivas. Abundan las versiones que aseguran que los ugandeses se dedican al tráfico de oro y diamantes y –cómo no- que los norteamericanos están en Centroáfrica supuestamente para buscar fabulosas minas que reportarían enormes beneficios a su país. Historias como estas son fácilmente creíbles en contextos, por ejemplo, como el español, donde abundan los sentimientos anti-yanquis y se hacen críticas de forma selectiva (yo, por ejemplo, me pregunto por qué en España no se hacen manifestaciones contra Rusia, país que apoya al sanguinario dictador Assad de Siria, o contra China que siempre ha apoyado al régimen genocida de Jartum, pero eso es otro tema que nos llevaría mucho tiempo…).
La realidad aquí es otra. Derrotar al LRA, que opera en grupitos de gran movilidad de cinco o diez bandidos en una selva despoblada del tamaño de toda Andalucía, es una pesadilla para el mejor ejército del mundo. A Estados Unidos le cuesta 1 millón y medio de dólares al mes mantener aquí y en los otros países afectados por el LRA a sus asesores militares y el problema no es que estén aquí, sino que un día el presidente de su país decida que se vuelvan a casa. Y en cuanto a las minas del Rey Salomón que supuestamente estarían enriqueciendo a ugandeses y norteamericanos, todavía no he encontrado a ningún representante de esta peculiar “teoría de la conspiración” que me haya podido señalar en el mapa dónde se encontrarían esas inmensas riquezas y de qué forma los militares USA o los de Uganda se estarían beneficiando de ellas. A veces se mezclan cosas que no tienen nada que ver y se dice que el coltán está en el origen de las guerras de esta zona, olvidando que las minas de este mineral se encuentran a varios miles de kilómetros al sur, y en otro país (la R D Congo) donde la historia es distinta; o se señalan lejanas minas de uranio en Centroáfrica, olvidando decir que quien las explota es la compañía francesa Areva, que en año y medio ya sufrido dos ataques de grupos armados (uno en Níger hace año y medio y otro en Centroáfrica a finales de junio) y que desde que ocurrió el desastre nuclear de Japón está perdiendo dinero debido a la caída del precio del uranio, en menor demanda en el mercado internacional.
Denunciar los intereses rastreros que puede haber para prolongar conflictos en África es una labor encomiable y necesaria. Naturalmente, con tal de que tales denuncias respondan a hechos comprobables. Cuando falta esa base sólida sólo cabe entrar en el resbaladizo terreno de las especulaciones y de la imaginación, más propio de una película de Indiana Jones que de un análisis serio de asuntos que afectan a personas que sufren las consecuencias de conflictos muy dramáticos.