Asomados a preciosas vistas a ninguna parte, a medio camino entre el parque y la parca, millones de personas disfrutan del mejor edificio ecológico, el más eficiente; (el mío, revolucionario en su dejadez, lleva cuarenta años en pie).
Con el estilo que caracteriza las construcciones que siempre pasan de moda (ventanas tristes, balcones de aluminio, tenderos y tendederos de discordia) las ecourbanitas se saludan por escaleras sin enchufes ni ascensores. Octogenarias de pelo azul se calzan la dentadura postiza para morder el asfalto con zapatillas de andar por brasas. Los parados a tiempo completo, ecológicos como ellos solos (muy solos) se pierden en el portal pidiendo terceras, cuartas y quintas oportunidades. La vecindad huele a guiso de vida a presión y recibo de luz atrasado. El yonqui del barrio se cruza con Elphi, y saluda sin los dientes que perdió en las olimpiadas del noventa y dos. Es la irreductible comunidad sostenible, la que permanece cuando la modernidad marcha hacia verdes jardines con piscina adosada. Los que quedan merecen el premio a la eficiencia anónima. El mejor edificio ecológico, el más rentable, es el que no se tiene que construir.

