Hacer la revolución light —la desobediencia civil— se ha convertido en la más refinada y la más idónea de las contestaciones que los ciudadanos podemos ejercer frente a la indiferencia arrolladora del Estado. En Cádiz, un tipo que participaba en un pleno, dio la espalda a sus señorías y se dirigió al público asistente, dándole así la razón a quien cree que el poder político es impermeable e intocable e inalterable: por lo tanto no hay que mezclarse con él, no hay que comulgar con él, hay que dar la espalda sagrada a los sagrados imperativos de la autoridad. Así, las consultas populares se están convirtiendo en la salida de emergencia del sistema, la puerta trasera para evacuar el edificio de la modernidad. Todo es modernísimo y ultratécnico, todo se consigue con una tecla menos que nos haga caso el señor alcalde si goza de una mayoría cualificada o absoluta o relativa.
Durante esta semana se celebra en la comunidad de Madrid una consulta popular, las consultas populares son plebiscitos apócrifos y, como todos los apócrifos, mejoran el original pero le dan un aire de perversa perfección, o de enrevesada genialidad. Se pregunta si quiere usted una sanidad pública o privada. Como los políticos no quieren saber qué desean sus súbditos, estas iniciativas les arrojan a sus señorías una verdad incómoda o al menos una parte de verdad no desdeñable con la que nos identificamos ya unos miles. Yo me atrevo incluso a decir más: no se trata de conseguir que la sanidad sea pública o privada mediante estas acciones, se trata de incluir la representación ciudadana en los asuntos políticos, se trata de demostrar que otro orden es posible y que en ese orden todos podemos contar, no solo los que cuentan desde siempre.
Dicen los expertos que los grandes acontecimientos no estallan en un torbellino de un día para otro, se van fraguando con lentitud y paciencia, con la tenacidad de la lluvia. Que en el primer día de la votación hayan acudido 60.000 personas a votar indica que 60.000 personas (de momento) estarían dispuestas a participar activamente en esto que hemos dado en llamar democracia. Ojo, todos los grandes descubrimientos se alumbran por carambola, así el queso, el champán o la penicilina.
Yo estuve votando y vi como un tipo de avanzada edad (pongamos sesenta años) respondía así a los que le requerían desde la improvisada mesa de votación: yo soy facha, y a mucha honra. El hombre no quería saber nada de votaciones; que la sanidad sea pública o privada no le importaba, lo que le importaba era que le molestaran, que le hicieran tomar partido, posicionarse. En este país es más fácil declararse a favor de lo viejo que apostar por lo distinto, mucho mejor lo malo conocido. De todas las servidumbres que sufrimos, la eternidad es la más perniciosa o, al menos, la que más diversas formas adopta, la más camaleónica y por lo tanto la más difícil de combatir. Ponga un plazo en su vida, me hubiese gustado decirle al honrado facha.
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