Estoy aquí agobiado, haciendo tiempo en una cafetería remota por una reunión de trabajo que tengo. Ya estuve antes aquí, el café no es nada del otro mundo, pero la cafetería es la más moderna y mejor ambientada del pueblo. El café con leche te lo sirven con muchísima espuma, enmascarado con un dibujo (en esta ocasión) de un barco hecho con cacao, completando el disfraz con una galletita belga caramelizada. Porqué no decirlo, el café es un asco, pero no, le hago una foto, le pongo un tono sepia y la subo a Instagram, con un emoticono sonriente, porque una cosa es estar amargado a kilómetros de casa, y otra muy distinta es lo que quiero que piensen de mí.
No han pasado ni cinco minutos y ya quiero ver cuántos “Likes” tengo, si hay algún comentario, que lo hay, que reza “Qué envidia!!”. Sí, qué envidia estar otra semana aquí pinchado, sin saber cuando volveré a casa ni si me habrá salido rentable venir hasta aquí.
Miro Twitter, voy a ver si me han retuiteado o faveado, si me sigue alguien nuevo o no. También puedo entrar en Facebook a ver si me ha entrado algún “amigo” o me han enviado algún mensaje.
No me ha seguido nadie más en Twitter, algo tendré que hacer, seguir a varios a ver si me lo devuelven, escribir algo, poner una foto chula o una frase de Bukowski, o quizá cambiarme la foto de perfil y poner un modelo tatuado o algo así, no sé, pero no “crezco”, esto no va bien.
Claro, podría estar haciendo estas cosas, crear una realidad paralela para abstraerme de mis carencias, dejarme llevar, contagiarme de esta sociedad a la que nos estamos abocando, en la que el éxito se mide por tus cifras en redes sociales, seguidores, amigos, followers, likes, me gusta, fotos de morritos, fotos sin clase en un espejo de un baño, hacer el idiota en una red tipo “Musically”, crear un perfil de Linkedin más falso que un billete de Monopoly, o poner una foto de un viaje que hice hace mil años en el que, además, discutí con la chica que iba y nos pasamos de morros medio finde pero, eso sí, quedaron unas fotos de catálogo de Pronovias, y las de los platazos que nos comimos sin casi hablarnos y sin mirarnos a los ojos ni una vez. Y en Facebook sus amigas nos hacían comentarios tipo “Pareja perfecta”, felices no éramos, pero joder, lo parecíamos, qué más podíamos querer…
No deja de ser paradójico que el “éxito social” sea hacer muchas veces cosas SOLOS, saber aplicar filtros prefabricados, dar una opinión popular, usar la demagogia o seguir tendencias absurdas; saber de algo nivel experto porque si no lo sé, lo busco en Internet, así puede parecer que sé la vida y obra del artista de moda tristemente fallecido, que el cine independiente francés de los sesenta lo domino, que estoy bebiendo un vino del que no sé apreciar ni la uva que lleva pero la botella, es lo más; que leo poesía americana del siglo pasado porque me he leído tres frases de Faulkner, y quedo como Dios. San internet, qué haríamos sin ti.
En este mismo momento, estarán naciendo bebés, una generación nueva, y yo me pregunto, ¿qué sociedad les estamos creando? ¿Qué valores les enseñaremos? La generación de los hijos del postureo, del selfie con función “Belleza”, del Photocall, del que liga en una aplicación en el móvil, que me permite descartas a una persona, sí, una persona, porque tiene el culo gordo, no me gusta su foto, tiene el pelo lila o su Nick es hortera, porque claro, es el mercadillo de carne, y yo, que soy un Adonis poseedor de las mejores virtudes, puedo juzgar a una persona por una foto, claro. Next, omitir o bloquear, porque soy el puto amo, claro que sí.
Estoy contagiado, sí, vivo en sociedad claro está, y sus vicios me llegan, porque mis carencias necesitan llenarse de cualquier cosa que me haga mirar hacia otro lado, porque mi ego necesita su dosis de aprobación popular, porque “El hombre es el lobo del hombre” de Hobbes y yo debo demostrar que soy un machote (pero con su puntito sensible), porque afrontar un problema, no mola, no, no mola nada, lo que sí mola mucho es dejarse llevar flotando en el mar por las olas de las masas sociales, con los ojos cerrados, aunque eso me lleve directo hacia las rocas de la mediocridad, y muera mi identidad, da igual, siempre que haya hecho antes una foto con mi iPhone del sol reflejado en el agua, de lo que he desayunado o que haya compartido la canción más Indie que el Sr. YouTube me haya recomendado.
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