Hay prostitutas aparentemente contentas: Dalia-Evelyn dice que la mayoría de las que trabajan en clubes, y no al aire libre.
Es muy morena, bajita, de negra melena, generosas carnes montadas sobre zapatos con plataformas de diez centímetros. Contiene su voluminoso busto con una blusa corta que descubre tonelillos de tripa. Pronto será obesa.
Hay millones de mujeres más atractivas. Pero le pagan 45 euros por media hora de relación, de los que 15 son para el club donde vive y ejerce con medio centenar de colegas. A veces no para en 18 horas.
Tiene 30 años. Vino hace cuatro de Cali, Colombia, para hacerse rica. Ya tiene dos apartamentos y tres taxis que administra su padre, quien también cuida de la hija que dejó allí, Nancy. La niña, de 10 años, va a un carísimo colegio de monjas para ser “una señorita doctora”.
La mayoría de las colegas de Dalia-Evelyn, dice ella, evitan beber, no se drogan, no tienen chulo y no se consideran explotadas.
“A veces vienen ONG y feministas a ofrecernos trabajo y cursos de capacitación de diferentes oficios, pero nunca aceptamos”, dice.
“En los clubes estamos bien y los dueños nos protegen. En Colombia era pobre y vivía peor que aquí. Aunque puedo utilizar la historia de que la vida me maltrataba y obligaba a ser prostituta, no sería del todo cierta. Y me gusta este trabajo porque gano dinero para tener un buen futuro cuando me retire. Eso es todo”.