En cualquier centro de atención a discapacitados españoles se descubre que además de los accidentados en carretera o los ancianos que trabajaban como esclavos en los años de pobreza hay multitud de exdeportistas que se rompieron tratando de romper records.
A los esforzados ancianos se les había caído encima un carro de bueyes que los partió en dos y los mandó a la silla de ruedas; a los deportistas se le desgajaron las rodillas, las vértebras lumbares y las articulaciones, provocándoles incapacidades similares a las del accidentado.
Hay que declararse en contra de los JJ.OO. A la larga incapacitan, y frecuentemente quiebran al deportista al que también matan de infartos a los 50 por el esfuerzo y frecuentemente por el dopaje.
Citius, altius fortis, más rápido, más alto, más fuerte para acabar como Filipides, que murió hace 2.600 años tras correr 240 kilómetros desde Maratón hasta Atenas para anunciar la victoria de sus tropas sobre los persas.
Los corredores de ahora se limitan a 42,195 kilómetros, y aun así algunos terminan como caballos reventados.
Los cuerpos humanos más dotados para la velocidad suelen ser negros, como los que lanzan muy lejos grandes pesos son caucásicos eslavos, pero los españoles no son ni unos ni otros.
El físico de los españoles está preparado para el baile, preferentemente folclórico regional, la fiesta y el toquecillo alegre del balón, que dejan menos secuelas que los esfuerzos titánicos de las razas atléticas brincando como saltamontes o superando a las gacelas.
Que se consuelen los españoles de sus fracasos en los JJ.OO. de Londres: tendrán menos discapacitados que ayudar ahora que reducen los servicios sociales, y que acepten que ser español tiene limitaciones físicas convencionales, pero ninguna para el amor, el jolgorio y lanzar órdagos al tute.
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SALAS