No hay escritor-pensador que se precie que no acabe escribiendo un artículo o incluso un libro entero contra la arquitectura contemporánea, y, si lo leemos con atención y amplitud de miras, veremos que es contra la arquitectura. Así, en general: contra la arquitectura como disciplina, como ocupación, como forma de ver las cosas, como pretensión, como plástica. Como todo. Contra la arquitectura.
Alegoría de la Arquitectura en la fachada del Museo del Prado, Madrid.
Obra de Valeriano Salvatierra, o de Francisco Elías, o de José Piquer y Duart,
o de Francisco Pérez Valle, o un poco de todos ellos. 1830-1852.
La foto de base es de Rafael Gómez. Los tachones rojos son míos.
No quiero citar nombres porque son muchos (y además porque no quiero "linkarlos" ni "hastagearlos" aquí; no me apetece nada), pero es fácil identificarlos. No falla: Si han destacado en tertulias televisivas o radiofónicas, si han entrevistado por extenso a un futbolista retirado en una revista cool, si son expertos en la literatura española de postguerra, si han publicado un ensayo sobre la despoblación del campo y el éxodo a las ciudades, si se han distinguido como hábiles críticos de la política internacional, si han escrito libros de ética, si han publicado reseñas de jazz... no falla: Acabarán despotricando de lo inhumana que es la arquitectura moderna, de lo fea que es, de lo alienante, agria, cara, horrible... De que produce granos, impotencia, alopecia, miopía, sarna y dengue en quienes la padecen y, sobre todo, en quienes la ejecutan.
(Bueno, en realidad quienes la ejecutan ya venían con todo eso de serie. Por eso son tan mala gente, tan hijosdeputa, y su mayor afán es propagar sus taras).
Se culpa al arquitecto, a su ego, a su vanidad, a su inconsciencia, a su avaricia, de todos los vómitos de acero cortén que arruinan nuestras vidas, de todas las rotondas con osos gigantes de gominola (aunque no sean cosa suya) y de todos los volúmenes inclinados al borde del Cantábrico, en una zona que fue tan señorial y tan bonita. Se le culpa de destrozar hipódromos históricos con ampliaciones de color caca. Se le culpa de fabricar hornos de pan en plena Plaza de Oriente de Madrid, de hacer iglesias que parecen trasteros y casas que parecen frigoríficos, de acabar con aquel mundo tan bonito y anacrónico del romanticismo. Se le culpa de haber interpuesto su criterio, su trabajo, su habilidad, su determinación, entre el ojo del paseante y el paisaje construido. En definitiva se le culpa del delito de lesa arquitectura y, prácticamente, de lesa humanidad.
Algunos de estos aguafiestas criticones saben de otras cosas, pero de arquitectura no tienen ni idea. Sin embargo, compruebo que otros sí que saben del asunto, y mucho. Es solo que no les gusta, que no lo soportan.
Creo que podría glosar sus exabruptos (ya lo he hecho otras veces). Podría sacar punta a lo que dicen e incluso burlarme de ellos, ser estúpidamente ingenioso. Pero ¿para qué? ¿Qué ganamos con ello? ¿Podríamos, por el contrario, hacer otra lectura, esta vez lo más desapasionada posible? ¿Podríamos intentar ver qué tienen de razón, o, mejor dicho, cuánta razón tienen?
O, dicho de otro modo, ¿cuándo empezó todo esto de la arquitectura a amargarnos la vida? ¿Cuándo se jodió todo?
Os hablo desde mi pueblo: Seseña, en la provincia de Toledo, España. Nunca ha sido gran cosa desde el punto de vista arquitectónico. (Bueno, ni desde ningún otro). Tenemos (teníamos) el castillo, la iglesia, una casa blasonada y poco más.
La casa de mi abuelo era como las demás, de canto y barro enlucida de yeso. Tenía el tejado a dos aguas, de teja curva, con una techumbre de rollizos de madera. Las habitaciones iban colocadas unas detrás de otras y las ventanas estaban donde iban haciendo falta.
Hacerse una casa era algo muy caro. Quien tenía mucho dinero ponía un portón muy bueno, hacía un zaguán amplio, proveía de rejas de forja a las ventanas y también sacaba algún balcón. Quien no lo tenía hacía lo mínimo posible para resguardarse y resguardar a su familia. Pero nadie, ni los pobres ni los ricos, se preocupaba de cosas tan raras como la "estética" o la "arquitectura". Al fin y al cabo eran casas, solo casas.
El resultado era un pueblo soso y feotón, pero (a la fuerza) coherente, que ahora, a toro pasado, nos podría parecer incluso pintoresco y romántico si se conservara así, porque se ve que nos mola que las casas no tuvieran agua corriente ni calefacción, y que sus muros fueran una orgía de humedades por capilaridad y las ventanas un coladero de viento sibilante y frío.
Una calle de Seseña. Imagen de google maps. Ya es casi imposible
encontrar alguna de lo que intento evocar. Pero más o menos.
A finales de los años sesenta y primeros de los setenta, con la vespa, el seiscientos, los cigarrillos con filtro y la tele, a los seseñeros (como a todo el mundo) les dio también el puntito de la arquitectura. La gente se empezó a hacer casas de ladrillo visto de dos colores: la mitad de la soga clara y la otra mitad oscura, y sacaron balcones grandes, y ponían tejas planas. Y dentro forraban los tabiques con frisos de tiras de plástico imitando (muy mal) madera hasta un metro de altura, y por encima con papel pintado. Las cocinas iban con azulejos, pero ya no blancos, sino con diversos dibujos y colores.
Estos ladrillos de dos colores cambiaron nuestros pueblos y ciudades.
(Fijaos en el buen gusto del albañil poniéndolos contrapeados en los sardineles).
Aquí empezó toda esta mierda de la arquitectura: La gente se dio cuenta de golpe de que la casa era algo que podía hacerse con gusto, que podía quedar muy bonita, que podía impresionar a los vecinos. A la gente se le agarró bien dentro ese parásito repugnante de la arquitectura. Y ahí llegó la perdición.
Los diseñadores de esas casas aún no habían pasado por las escuelas, pero ya eran arquitectos en el sentido amplio del término.
Hacia los años ochenta (más o menos cuando acabé la carrera) ya entramos en los pueblos los arquitectos titulados. No se notó ninguna mejoría. ¿Para qué sirve un arquitecto? Para nada.
Con el tiempo pasamos a las estructuras de hormigón, a las tejas mixtas, a las balaustradas... A los salones les sacamos granos de planta semihexagonal o semioctogonal... Luego vino el revoco con mortero monocapa en dos colores... pero no porque se notara nuestra mano y nuestra excelsa formación académica, sino porque la moda iba cambiando y a la gente le gustaban esas cosas. Porque la gente ya quería recrearse en sus casas.
El papel pintado se desechó y ahora está volviendo. Las baldosas hidráulicas se tiraron al vertedero de escombros y ahora se buscan como material vintage o se vuelven a fabricar falsificadas.
No: Los arquitectos que trabajamos a pie de calle, a pie de pueblo, y les hacemos casas a nuestros familiares y vecinos no servimos para nada, no aportamos nada. Y los que tienen diseños propios, estilo propio, talento y garra son aún peores.
Y todo esto es porque la gente no se limitó a vivir en una casa. Una casa, sin más, como había sido siempre.
También antes una camisa, un pantalón, un abrigo eran solo eso: una camisa, un pantalón, un abrigo, y nadie se planteaba que pudieran tener otro sentido que abrigar y mantenerle cómodo y seco.
¿Mi casa? ¿Por qué habría mi casa de llamar la atención? ¿Por qué tendría que ser de ladrillo de dos colores? ¿Por qué iba a tener balcón, si por esta calle no pasa nada como para asomarse? ¿Por qué habría de ser "bonita"? Leches: Era solo una casa. Mi abuelo jamás se habría planteado hacer nada de eso en la suya. Mis padres y mis tíos ya sí.
El veneno estaba ya inoculado. Los años sesenta y setenta fueron tremendos.
El cliente quiere arquitectura, quiere llamar la atención, ser estupendo. Y el arquitecto es el cómplice o el colaborador necesario, tal como está la legislación.
Balaustradas, canecillos, arcos, cancelas, aplacados de piedra... Todo eso que quiere el cliente es ni más ni menos que ansia de arquitectura. Tiene esa ansia en bruto, sin educar, sin pervertir.
Antes, si una iba a Madrid su vecina le decía: "Tráeme unos pantalones para mi marido". La talla era más o menos. Ya daría de sí la cintura si venía estrecha o ya se apretaría el cinturón si venía ancha. El corte era único: pantalón. Y el color: o gris, o marrón o azul oscuro. Los tres valían igualmente.
Pero es que con las gafas pasaba lo mismo: "Tráeme unas gafas. De ver".
Llegó un momento -¿sofisticación?, ¿amaneramiento?, ¿decadencia?- en que uno ya quería probarse el pantalón antes de comprarlo, y en que ya no le valía cualquiera. También, para colmo, uno se graduaba la vista y le hacían las gafas ex profeso.
Ahí ya se empezó a torcer todo. Y ahora estamos los arquitectos -inútiles, absurdos, prepotentes- queriendo que las casas de la gente no sean solo cuatro paredes y un techo, sino que "cuenten algo", que "expresen algo".
Ya puestos, nos están haciendo ver que un plato de comida también tiene que "contar algo". Así todo. Estamos enfermos de expresividad, de ansiedad, de forma, de relato, de tontería.
Y, siendo así las cosas, los mejores arquitectos tienen que ser, por fuerza, los que más tontería tengan encima. Por lo tanto, los escritores hacen muy bien en ponerlos a caldo. Claro, que si nos ponemos a faltar, también la escritura tiene lo suyo. Y la gastronomía. Y la moda. Y todo.