Es tiempo de plantear un nuevo régimen político y, por tanto, la anulación de la actual Constitución. Para ello lo lógico sería comenzar con un periodo constituyente, como el que no tuvimos en 1978, con un objetivo de representatividad democrática electoral, separación de los poderes del Estado y libertad política y de información, todo lo que hoy no tenemos y en cuya ausencia están las causas del deterioro y agotamiento del régimen nacido, no de la “Transición”, que no existió, pues no hubo que pasar de un régimen a otro, sino del continuismo del mismo régimen.
Más de treinta años son demasiados para una destructiva Constitución, siempre en crisis. Qué mejor momento que este en el que estamos atravesando una poderosa crisis económica y social que se extiende por todo el país como un río de lava incandescente, por la incapacidad y el desconcierto de dirigentes escasos de liderazgo y conocimientos (en el Gobierno y la oposición),para plantearse esta necesidad.
Lo que no resulta sorprendente en una clase política que vive de la política y no para la política, y que es hija predilecta de la “partitocracia” española, un extraño sistema político no democrático, no representativo, que dio a luz un régimen que hoy, con la destrucción de la fábula del milagro económico español y su artificial modelo de crecimiento -del ladrillo, la especulación y el turista cincuenta millones-, se presenta exhausto y agotado en sí mismo una vez cumplió, con creces, su principal objetivo de paz y reconciliación nacional tras la muerte del dictador. Su mayor logro, que ahora, treinta y tantos años después, el Gobierno de Zapatero ha querido desmantelar con la Ley de la Memoria Histórica y el esperpéntico intento del juez Garzón de sentar en el banquillo el cadáver del dictador.
En este país, en el que los jefes o aparatos de los partidos políticos son los que usurpan la soberanía nacional y hacen las listas de diputados y eligen los gobiernos que nombran jueces, fiscales y periodistas, para que “ni la madre que la parió” reconozca la separación de poderes de Montesquieu, como cínicamente lo reconoció Alfonso Guerra. En este país, en el que los españoles no votan directamente ni al Jefe del Estado, ni al presidente del Gobierno, ni a los diputados, senadores, alcaldes o jefes autonómicos, y en el que los medios de comunicación están al servicio del Gobierno, a medias con los poderes económicos y financieros que los sustentan. Y donde las minorías nacionalistas están descaradamente favorecidas en la ley electoral.
En este país donde políticos y poderosos son casi tan “inviolables” como el Rey, y est.as descaradamente excluidos de responsabilidad penal(art.31.5bis CP), para impedir que puedan ser “estigmatizados” -como se afirmó en el juicio de los GAL, en favor de Felipe González-, o simplemente juzgados como iguales ante la Ley, tal y como se ha visto e impedido en muy notables casos de políticos, banqueros y poderosos empresarios, socorridos por la abogacía del Estado y el fiscal. En este país donde no existe la asunción de responsabilidades políticas frente a los abusos y mentiras de los gobernantes, como las de la guerra de Iraq y los vuelos hacia Guantánamo, o los atentados del 11-M en los tiempos de Aznar, tras los que permaneció en su puesto, y luego fue ascendido a secretario general del PP por Rajoy, Ángel Acebes.
En este país donde la Iglesia católica no solo mantiene intactos los privilegios del franquismo, sino ha conseguido poder saltarse el Registro de la Propiedad y declarar unilateralmente como propios inmuebles públicos, y donde está prohibido, y hasta perseguido, hablar y estudiar en español en Cataluña, País Vasco, Baleares y Galicia, Autonomías donde se esconde la bandera nacional, y donde el mal de la partitocracia actúa con especial virulencia por el férreo control del territorio y recorte de libertades que imponen sus señores feudales.
En este país donde el Parlamento se negó a investigar el golpe de Estado del 23-F, o el terrorismo de ETA y sus adláteres, o los crímenes de Estado de los GAL, las corrupciones de los partidos, PSOE, PP y CiU, entre otros
En este país, en definitiva, no solo hace falta un régimen democrático de verdad y hacer efectivas las libertades de la que hablan sin desearla todos los partidos, es decir, toda una revolución democrática y mandar la vigente constitución al cajón de la historia, por sacrificar la ruptura democrática, en aras de un pacto con el franquismo para la reconciliación nacional. Debemos dirigirnos directamente hacia la Democracia, con mayúsculas, para poner fin al sistema partitocrático, y a la “mediocracia” que inunda la clase política nacional.
Y dígase, si no: ¿cuántos y quiénes son al día de hoy los prestigiosos pensadores, escritores, científicos, médicos, economistas, juristas, arquitectos, expertos en nuevas tecnologías, filósofos, artistas, etcétera, que se sientan en el Gobierno o en los escaños del Congreso de los Diputados, o del inútil Senado? Nadie con sentido común, y menos aún con talento, experiencia y capacidad, acepta subirse al desprestigiado carro de la política, para ponerse a las órdenes de los aparatos de los partidos y de sus funcionarios de turno. Como Blanco o De Cospedal.
Oscurantismo gubernamental y estruendoso silencio y complicidad de la oposición del PP de Mariano Rajoy, que avala, sin rubor y en aras del capitalismo o liberalismo mal entendido, y de “la ortodoxia” económica -Montoro dixit-, a remolque del Gobierno y de los acontecimientos entre los que figuran las catástrofes internas de este partido que no cesan.
¿Recuerda alguien, o acaso existe, el discurso de un político español en el Parlamento, o en campaña electoral, que se haya atrevido a exponer, negro sobre blanco, el flagrante fracaso democrático de nuestra Transición? , simplemente no existe. Y difícilmente llegará de las manos de nuestros actuales gobernantes y dirigentes políticos, que no tienen más objetivo que permanecer, a sabiendas que, de propiciar la reforma democrática de la Constitución, acabarían, ellos y sus camarillas de partido, fuera de los salones y festejos del poder. De ahí los discursos de que no convenía tocar la Constitución -¡y menos en crisis económica y con los nacionalistas al acecho!, para justificarse-, o que nuestra democracia “es joven”, a pesar de que la democracia no tiene edad. Simplemente es o no es. Ya es hora de que pongamos las cosas en su sitio.
En estos momentos no caben excusas para la revolución democrática que merecemos y necesitamos a través de un nuevo régimen político de libertades políticas, en el que todos puedan participar en el juego en condiciones de igualdad y donde el juego político se desarrolle en el campo de la sociedad política; las decisiones se tomen por votación de mayorías y minorías. Bajo las reglas de representación de la Sociedad y separación de poderes en el Estado. Con un buen sistema de elección. Es decir, bajo el sistema de candidaturas uninominales elegidas por mayoría absoluta, a doble vuelta y en circunscripciones pequeñas, o distritos y participen un número similar de electores en cada circunscripción; similar número de votos para ser elegido diputado; El mandato del electorado sea imperativo y se pueda revocar la diputación en caso de deslealtad al mandato.
Un régimen político, en definitiva, con separación real y efectiva de poderes y en el que se anule el esperpento de las costosísimas comunidades autónomas y por tanto se anule esa institución innecesaria llamada Senado. Y terminando con unas elecciones, previa elección por los ciudadanos del régimen político a establecer. Esto se puede hacer.