Un ciudadano que ha escondido una bomba en una gran plaza, que estallará cuando se esté celebrando un acto político, es detenido por la policía, que decide torturarle para que confiese donde está el artefacto explosivo, a fin de desactivarlo. Este es el dilema: ¿Es lícita, en estas circunstancias, la tortura para evitar la masacre?
Aceptar la tortura en ese caso extremo es, de hecho, admitirla siempre. Quienes torturan casi siempre creen que lo hacen para conseguir algo que es bueno para la colectividad: aclarar un crimen, encontrar un arsenal, desarticular un grupo terrorista… Incluso quienes torturan por placer se autojustifican con esa coartada: ellos hacen el trabajo sucio para que la sociedad pueda estar limpia.
La sociedad que acepta la tortura como excepción deja la determinación de la excepcionalidad en manos de los torturadores y sus jefes. Habrán de ser ellos -¿quién, si no?- los que decidan, según su jerarquía de criterios, que tal o cual caso es lo suficientemente grave como para tirar para adelante, apoyándose en ese respaldo social.
Fragmento de “Contra la tortura, sin excepciones“