Fue uno de los primeros días de llovizna. Como si fueran a encogerse, muchos sacaban las botas del armario y las chaquetas pese al bochorno. Harta de tanto calor, salí a la calle con mi perro y, como él, me enfrenté a las primeras lluvias sin paraguas ni chubasquero, como si mi piel tuviera la sed acumulada del que ha atravesado un desierto y está a punto de ver un oasis inexistente. Como los locos, dirían muchos. Entonces me lo encontré. Era un anciano, sentado en un banco, vestido elegante, con su pantalón de pinza gris, su camisa, su chaleco y una gorra de cuadros. Nos miramos durante un segundo y nos sonreímos, porque ambos coincidíamos en el deseo de sentir la lluvia fina sobre nosotros. El anciano, me abandonó entonces para girar el rostro hacia el cielo, para aprovechar todavía más las gotas que caían del techo del mundo. Entonces su cara se transformó, desaparecieron las arrugas gracias a la serenidad, a la alegría, a la satisfacción de, con los ojos cerrados, disfrutar del tacto del agua fresca. Desde entonces deseo, si llego a esa edad, hacerlo de esa forma, sin miedo a la gripe y, sobre todo, sin temor a sentir, como cuando somos niños y adoramos pisar los charcos, por mucho que nuestros tutores, horrorizados, nos adviertan sobre la gravedad de tener los pies mojados.

