Revista Cine

Contra viento y marea

Publicado el 26 diciembre 2016 por Josep2010

Un poco a lo loco, parece.
La frenética carrera que los hermanos Howard han iniciado moviéndose de un pueblucho a otro en medio del oeste texano para atracar una sucesión de sucursales bancarias obteniendo botines rápidos y nada escandalosos, allá unos muchos miles, acullá unos pocos, pistola en ristre, torpe máscara y viejos coches robados que entierran en un hoyo una vez usados, despierta un recelo en su acabóse, por cómo se borra toda huella: un cementerio -literal- de desvencijados automóviles que desparecen de la faz de la tierra, tragados por el polvo en el patio trasero de un rancho que vio sus mejores momentos años ha.
Tanner Howard (Ben Foster)no acaba de comprender la manía de su hermano Toby (Chris Pine) por ocultar de inmediato los coches que usan en sus atracos ni tampoco qué es lo que va a pasar con todo ese dinero que, para borrar su rastro, cambian por fichas en el casino que hay en la reserva comanche de la región, vestigios de malos arreglos indígenas del pasado reciente. Fichas que recuperan en otros billetes, pasada la madrugada, nuevo día, nuevo banco a robar, hasta conseguir la meta.
Porque hay una meta: ergo, no tan a lo loco como parecía.
Esto se lo huele el viejo Marcus Hamilton (Jeff Bridges)advirtiendo que va a ser su último caso como servidor de la Ley en su calidad de Ranger de Texas: esos atracos van a acabar siendo predecibles, martillea una y otra vez los oídos de su compañero Alberto Parker (Gil Birmingham), del que se burla asegurando que le imita vistiendo camisa blanca como él, porque aspira a sentarse en su sillón así se retire, en unas semanas: Alberto, con ascendientes comanches, le llama cascarrabias mientras se pellizca la camisa blanca, uniforme oficial, con su chapa y todo.
Dos hermanos ladrones, atracadores de bancos, perseguidos por dos viejos colegas que disimulan el mucho aprecio que se tienen, no vayan a pasar por blandengues.
Contra viento y marea
Cada uno de los cuatro tiene su personalidad definida en pinceladas que Taylor Sheridan va marcando conforme se desarrolla el guión; mejorando mucho su anterior trabajo, presenta una historia atemporal sin artificios ni trucos en la que la acción se desarrolla con fuerza y la trama avanza proporcionando nuevos datos que permitan entenderla.
David Mackenzie agarra el guión de Sheridan y escribe con la cámara una película del oeste, un western moderno provisto de todos los elementos del género, desde los horizontes interminables, la luz apisonadora, la sequedad del gesto y la mirada entrecerrada, prieta la mandíbula, unos tipos que no por no montar a caballo dejan de ser prototipos del lejano oeste.
El título original, Hell or High Water (2016) hace justicia a la trama y a la forma con que nos la cuentan. Estoy convencido que la decisión de traducirlo como Comanchería (por favor, traductor tontorrón, otra vez, mírate la película antes de meter la pata y también, porqué no, consulta antes porque disponemos de frases más que afortunadas) habrá causado decisiones que son de lamentar.
Porque Mackenzie, como buen europeo, dedica todos sus esfuerzos a retratar con sencillez y pulcritud una historia que se va desarrollando como quien dice ella sola, con naturalidad, provista de una fatalidad que el espectador ya sospechaba, hasta un desenlace apropiado: vista, el cinéfilo veterano inmediatamente aprecia el buen trabajo realizado por un director que sabe exprimir todos los elementos a su alcance, consiguiendo esa engañosa sensación de facilidad aparente: consigue de Giles Nuttgens el que debe ser su mejor trabajo hasta ahora como director de fotografía y en otro aspecto demuestra Mackenzie una finura espectacular, porque obtiene del cuarteto protagonista unas interpretaciones asombrosamente naturales, muy por encima, lo reconozco, de lo que me esperaba en mis más optimistas espectativas: Jeff Bridges aparca varios de sus manierismos marca de la casa e incluso Chris Pine demuestra saber hablar pausadamente y con intensidad.
La simplicidad habitual, ineludible, de las sinopsis que acompañan las promociones cinematográficas, reduce en cuatro líneas leídas mil veces, repletas de tópicos, una historia que como los westerns clásicos, se sirve del escenario, del ambiente, de los tipos, para presentar cuestiones de mayor calado, aquellas que mueven a la gente a tomar decisiones importantes: ésta no es una mera película de acción porque quienes se ven abocados a ella acuden con las alforjas bien llenas, sin que las motivaciones de unos y otros lleguen a influir en la caligrafía cinematográfica adoptada por Mackenzie, que opta por mantenerse como observador privilegiado de la naturaleza humana, sin entrar en valoraciones éticas de ninguna clase, incluso admitiendo una conclusión abierta.
Una trama más compleja de lo que a primera vista se advierte, bien ideada, bien presentada y bien interpretada deviene en una de las mejores películas de este año que vamos dejando atrás: por sacarle un aspecto mejorable, señalaría que los diálogos podrían afinarse para reflejar con más fuerza los caracteres y entonces nos hallaríamos, sin duda, ante una pieza de mayor calado, una rara avis en el siglo que vivimos.
Desde luego, recomendable a cualquier cinéfilo que se haya dejado engañar por el nefasto título y la haya obviado y también, claro, para quien le pasó inadvertida.
Tráiler

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