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[Publicado en Quimera 477, septiembre de 2023]
Poeta, actriz y periodista, autora de los poemarios Tormenta de Tierra (2016) y Un hotel de cinco estrellas sobre un cementerio (2019) y de la novela Realidad del Mono (2020), Ale Oseguera (Guadalajara, México, 1982) acaba de publicar el poemario Mi rostro es un mapa de mi cuerpo (Esto no es Berlín, 2023), un viaje circular alrededor de la construcción de la identidad: cómo ponerla en escena, cómo diseñarla cuando nos vemos obligados a hacerlo. «El centro del viaje es origen que también es destino», se nos dice aquí. Pero raro es que quien emprende el viaje no se transforme por el camino.
En Mi rostro es un mapa de mi cuerpo me encontré con un viaje circular puesto en escena. Ese viaje circular nace de la obligatoriedad de definirse, de construir una identidad. Pareciera que como mujer-poeta-inmigrada-sin hijos, la sociedad te obligara a explicar quién eres. ¿Crees que el cuerpo es la identidad?
El cuerpo no es la identidad. O no lo es únicamente. Sin embargo, sus heridas sí que condicionan la identidad. Según Silvia Federici, el cuerpo es testimonio de nuestras penas, luchas y alegrías. En el cuerpo, dice, «se pueden leer historias de opresión y rebelión». El cuerpo es, además, la primera frontera a traspasar para poder realmente conocer a una persona: a una misma o a ese Otro con quien convivimos. Nuestra historia y vivencias nos forman, con ellas construimos lo que somos y eso se lee en el cuerpo. Es esto lo que exploro en el poemario.
¿Cuánto de pensar la identidad depende de no alinearse con lo que se espera de uno?
Pensarse fuera de las categorías asignadas por las clases dominantes es lo que ha dado lugar a movimientos históricos de defensa de derechos humanos: desde el fin de la esclavitud al feminismo o a los movimientos de pensamiento antiimperialista de principios del siglo pasado. Para quienes hemos nacido en pueblos y naciones con una fuerte raíz colonial y fuera de las geografías hegemónicas, es imprescindible no alinearse a los discursos dominantes. Esta no alineación es el germen de todo el proceso de descolonización que es, a su vez, importante para crear relatos y miradas propias. Pero la descolonización identitaria, esa reestructuración del pensamiento que permita la eliminación de las jerarquías por nacionalidad, color de piel u origen, también debe darse en el seno de las naciones como España o Gran Bretaña, que sometieron a tantos pueblos en el mundo. Sin un proceso de revisión y reparación histórica se perpetúan los sistemas colonialistas y las desigualdades desde el Norte al Sur global.
Me pareció sumamente interesante que este viaje circular conlleve una suerte de varias etapas: cuerpo, historia, voz, refugio. Como si el punto ciego que es el yo se viera obligado a exponerse. Y sobre todo me interesó la idea de escalera como «espacio liminal», como paso de una etapa a otra.
A partir de una exposición en un museo, en la que se usaba la escalera como escenario expositivo, Homi K. Bhabha se refiere a la escalera como un sitio intermedio, «liminal», que se vuelve hogar y no sólo lugar de tránsito. Me pareció una metáfora bellísima para describir el ejercicio de resignificación y apropiación de los espacios periféricos. Bhabha se refiere a un lugar físico, mental o identitario, fuera de los binomios. Esos sitios son propicios para la hibridez, el mestizaje y la fusión multi e intercultural.
En el poema «Espacio liminal» exploro esta idea de quedarse a vivir en la escalera, hacer del tránsito tu casa; algo que conlleva la creación de comunidades alternativas. Es decir, personas que se unen no por un pasado común (la tierra de origen, la nacionalidad), sino por su condición en el tiempo presente y su proyecto de vida a futuro. Por eso también aparece el «nosotros» en el poema. La escalera, el espacio liminal, deja de ser un lugar inhóspito y solitario para convertirse en un lugar habitable y acogedor. Esto es una referencia a las vidas migrantes, a las disidencias y a lo que Anzaldúa denomina «la frontera».
En el poemario tenemos la sensación de que las palabras son pronunciadas; hay intersecciones de voces distintas, con distintas tipografías. Además, pareciera que asistimos a un ritual o a la puesta en escena de una fórmula mágica. Las palabras también ocupan espacio, hay un diseño intencionado en la página. También vemos cierta apelación al lector, pues algún poema propone juegos interactivos. ¿Cuánto influye tu formación actoral en la escritura de poesía, en el planteamiento del poemario?
La escena y la oralidad nutren a la palabra escrita y viceversa. Esto es así desde el nacimiento de la poesía. Más adelante, en el siglo XX, para los artistas de Vanguardia, la multidisciplinaridad era el modus operandi habitual. Inspirada en toda su historia y formatos, no concibo la poesía como un acto de pura escritura, sino como un ejercicio de experimentación artística, agilidad lingüística y valentía emocional. Sin embargo, cuando la escribo, mi reto es crear un artefacto que sea lo suficientemente autónomo para que pueda emocionar y leerse sin necesidad de mi presencia. Luego viene la performance, la extensión de la palabra escrita, la expansión multidisciplinar; pero nunca he pretendido que mis poemarios sean un suvenir, el testimonio de un trabajo escénico que carece de valor propio si no me tienes delante. Si has podido, al leer mi trabajo, sentir las invocaciones, escuchar los cánticos, hacerte preguntas, sin haberme visto ni escuchado en escena, algo de mi meta habré logrado.
¿Te consideras una escritora mexicana, inserta en esa tradición, o en una más general?
Me cuesta mucho definirme con una bandera. Ni a mí ni a mis textos. Sin embargo, los marcos literarios, culturales e históricos mexicanos me son inherentes, así que México siempre está presente en mi obra. Creo que podría pertenecer a una tradición más general, puesto que mis referentes no son sólo mexicanos y no escribo sólo sobre México. Como sujeto migrante, formada en una tradición occidental pero que además, ha buscado referentes fuera de este Occidente, quizá estoy en una tradición de literaturas fronterizas, híbridas.
¿Qué piensas de clasificar la literatura por nacionalidades?
Categorizar la literatura por nacionalidades responde a una idea antigua y muy europea que consideraba la literatura como el alma de las naciones. El carácter intermedio e híbrido de las literaturas migrantes hace que ningún canon nacional las acoja de entrada; aunque hay autores considerados de inicio migrantes que han dado el salto a cánones nacionales como Rushdie y Naipaul en Gran Bretaña o Aimé Césaire en Francia. Los autores migrantes terminan siendo encasillados bajo su condición de extranjeros, etiqueta que también presenta problemas. Uno de ellos es que se espere que únicamente produzcan relatos autobiográficos.
¿Cuál es tu familia poética o tus influencias a la hora de escribir poesía? ¿Y qué buscas como lectora de poesía?
Me interesan las poéticas no conformistas, que intenten ir más allá de su medio: ya sea el papel, la escena o el sonido. Por eso me interesaron siempre tanto las Vanguardias. Siempre cito a Eduard Escoffet cuando dice que no es casualidad que las Vanguardias de principios del siglo XX las hayan iniciado los poetas: el futurismo, el surrealismo, el dadaísmo... La poesía es germen y va por libre. Es en esa expansión en la que yo busco la poesía. Por eso me interesan tanto las propuestas de autores actuales como Laura Sam, Carlos Luna o Víctor López, que trabajan con el papel, el sonido y la música. O de creadoras como Alessandra García, Ángela Segovia, Angélica Liddell o Danilo Facelli, que unen poesía, performance y teatro. Creo que mi familia poética formativa está en la obra de Pizarnik, Baudelaire, Angelou, Sor Juana, Belli, Sabines, por mencionar sólo algunos. La actual está en ese terreno liminal que construimos quienes traspasamos las fronteras del papel y experimentamos con los formatos.