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[Publicado en Quimera 489, septiembre de 2024]
Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) acaba de publicar El teatro perpetuo (Tres Hermanas, 2024), un libro de cuentos que abunda en el dolor, tanto físico como emocional, y que nos invita a reflexionar sobre el papel que asumimos dentro de nuestras propias familias, como si al final la vida no fuera más que una constante escena teatral.
Después de esa especie de libro de viajes que es Insular —tu anterior libro de cuentos—, leo El teatro perpetuo como un recorrido más intimista. El viaje aquí no viene a mostrarnos el exotismo y la multiplicidad cultural, sino que abunda en cuestiones generacionales, como la de perder a los padres y asumir ciertas responsabilidades de cuidador. Estos cuentos me resultaron emotivos y duros, porque reflejan experiencias con las que empezamos a enfrentarnos los de la “segunda edad”. ¿Había una intención en reflejar esta experiencia o simplemente apareció?
La premisa de El teatro perpetuo fue aflorando en mí poco a poco, a partir de ciertas vicisitudes personales. Como bien dices, la llamada “segunda edad” nos enfrenta a la cuestión de la caducidad de los padres de modo repentino, sin darnos tiempo a prepararnos para ello. Nos preguntamos cuánto hemos de cuidarlos, hasta cuándo estarán con nosotros. Un día, empiezas a hablar de artrosis o a notar en casa eso que los japoneses llaman kareishu, olor a anciano. El deterioro es más visible, y quizás debido a ello los días se suceden con más velocidad: el calendario fustiga, el freno de mano no responde, siempre hay un nuevo incendio que apagar. Esos ecos gestaron la materia prima con la que ideé unos personajes cuyo refugio es diferente al de los protagonistas de Insular, que eran mujeres y hombres en busca de la evasión bien lejos de su lugar de origen, en entornos hostiles o inhóspitos. En El teatro perpetuo, en cambio, el cobijo es el hogar. La casa se vuelve placenta. Y es aquí donde aplico, aunque en clave realista, un procedimiento propio del terror, habitual, por ejemplo, en los relatos de Shirley Jackson: el de la casa profanada. Toda casa supone la corporización del mundo interior de sus moradores; es fuente de protección, amparo ante las inclemencias. Si la amenaza que viene a destruir la propia integridad no proviene de fuera sino de las entrañas de la casa —ese territorio cuyas reglas, supuestamente, fueron escritas por nosotros mismos—, es entonces cuando comienza a operar el terror.
También hay violencia, a veces patriarcal, a veces impulsiva. Hay sangre, imposiciones, machismo. Es interesante cómo enfocas la mirada desde la perspectiva femenina, cómo esta vez te has calzado zapatos de mujer incluso más que en Insular. Puede que nos falte mucho recorrido para entender el mundo desde perspectivas que no sean masculinas. ¿Qué te permite la mirada femenina? Hago esta pregunta y al tiempo soy consciente de que tal vez a una mujer no se le preguntaría «qué te permite la mirada masculina».
En Esos de ahí afuera, mi segundo libro de cuentos —publicado en 2015 por el sello Talentura—, ya había incursionado en el ejercicio de narrar a partir de voces femeninas. Yo suelo escribir para salir de mí, para entender las miradas que me rodean, las motivaciones ajenas, ya sea si esa mirada pertenece a mi mamá, a un navegante ruso o a una niña paraguaya con dolor de muelas. Por eso escribo cuento: porque ante cada historia puedo sumergirme aún en más miradas.
Varios de mis cuentos surgieron de entrevistas. Uno de ellos es «Para que nunca te falte de nada», de El teatro perpetuo, que nació tras una extensa charla que mantuve con Deborah, una prostituta retirada de la calle Robadors, en el Raval barcelonés. En ese texto no solo busco reflejar algunas de sus vivencias —una vida plagada de latigazos—, sino también capturar su tono al hablar, una voz locuaz, serpenteante, llena de energía. El cuento «Puerto de la Cruz», por su parte, lo escribí a partir de un suceso de violencia de género sufrido por una persona muy cercana a mí. A toda esa argamasa le doy forma narrativa, le añado detalles o acentúo rasgos que beneficien la historia. La moldeo según mis intereses. Así es como ejercito la alteridad.
Además, me atrae acercarme a los silencios ajenos y fabular. Y la familia —tema central de El teatro perpetuo— suele estar plagada de silencios, historias contadas a medias incluso en familias sin una historia turbulenta detrás. Esos secretos se enquistan, se vuelven escollo, nos restringen la existencia. En el cuento «El otro Eric», por ejemplo, el protagonista descubre una vertiente secreta de su madre justo antes de verla morir, un secreto en el que prefiere no indagar para seguir habitando en el relato sobre el que construyó su vida.
Volviendo al tema de las voces femeninas, soy consciente de que escribir desde el punto de vista de una mujer puede llamar la atención del lector, una atención que manifiesta que no es tan habitual que un hombre escriba como mujer. Te confieso que antes me sentía un intruso, que estaba invadiendo un territorio que no me pertenece. Me preocupaba que la lectora o el lector sintiera un cortocircuito al leer el cuento y después ver mi foto en la solapa. Un día me pregunté ¿y por qué no puedo hacerlo? Hoy no me gusta que el lector piense «oh, mira, un hombre escribiendo con voz de mujer». No me interesan esos lectores. Creo que deberíamos empezar a superar esa forma de leer. Durante siglos, y aún hoy, miles de mujeres escriben novelas con la voz y el punto de vista de un hombre y no suele suscitar ese comentario. Ello se debe a que, en general, las mujeres escritoras han leído siempre más hombres que mujeres, y los hombres escritores también hemos leído más hombres que mujeres. La tendencia está cambiando, pero aún queda mucho por hacer.
El registro es generalmente realista, pero en algunos cuentos está como desplazado o enrarecido, casi fantástico (aunque no totalmente). A mí este mínimo desplazamiento del realismo siempre me entusiasma, porque expande la imaginación, ofrece otras realidades posibles (u otras maneras de mirar/percibir/entender la realidad). ¿Crees que el enrarecimiento es propio de la tradición rioplatense?
Me interesa producir una literatura que abra solo una hendija de la puerta, no la puerta entera, historias en las que, como dije antes, predominen los silencios. Es otra de las razones por las que elijo el cuento, ya que la brevedad obliga a encuadrar, a no mostrar lo importante de una historia sino a sugerirlo. A callarlo. Y los silencios son inquietantes. En la literatura y en la vida. Nos empujan a dar con una respuesta de la que no estamos seguros: conjeturamos, atamos cabos, indagamos, nos topamos con muros. Este procedimiento origina una literatura que, parafraseando a Kafka, no es un alambre tendido en lo alto sino que está bien cerca del suelo, hecho más para tropezar que para andar por él.
Y esto, ya lo he dicho, también pasa en las familias, donde no faltan las historias ocultas, las vergüenzas maquilladas con un abrazo a medias, o con un delicioso plato de fideos con pesto. Come y calla. Pero las preguntas siguen ahí, enraizando en nosotros.
Lo fantástico también vive de los silencios. De la duda irresuelta, como dijera Todorov. O del enrarecimiento, en tus propias palabras. Por eso el cuento y el fantástico casan tan bien. Latinoamérica en general y la esfera rioplatense en particular han sido siempre un campo fértil para el desarrollo de este tipo de literatura, ese fantástico sutil, casi cotidiano, no solo porque ha sido cuna de los grandes maestros que marcaron el camino sino también porque su tradición ha sido edificada con una mirada cosmopolita, un cóctel de influencias, desde la anglosajona y la francesa hasta la tradición oral de los pueblos originarios. El resultado es un tratamiento más poético de lo fantástico, menos funcional del que se suele trabajar en España.
Y esa manifestación aún late con estridencia a ambas orillas del Plata. La prosa salvaje y misteriosa de Onetti, los saltos al vacío de Osvaldo Lamborghini, los ecos de Borges, Bioy, Ocampo o Cortázar hoy cobran forma en la incómoda inquietud de los cuentos de Samanta Schweblin, en la sensibilidad de Alejandra Kamiya, en la intensidad de Marcelo Luján, en la prosa afilada de Valeria Correa Fiz o en la inacabable versatilidad de Andres Neuman, por poner solo algunos ejemplos.
El cuento con que se cierra el libro, «Abrasadoramente», es muy enigmático y poético: me quedé pensando: ¿es la muerte? ¿La violencia? ¿El dolor? ¿La guerra? El fraseo es muy orgánico, casi acuático o de aire moviéndose. Luego está «Basura» que trabaja más bien con el humor y la ironía. Creo que invitas al lector a un viaje también desde el lenguaje. No solo porque utilizas distintas temáticas y técnicas narrativas, sino también porque he notado un trabajo muy consciente en cuanto a registros del castellano dependiendo de quién es el narrador o en qué espacio geográfico se sitúa el cuento.
Con «Abrasadoramente» me propuse un experimento: lo escribí a poco del inicio de la guerra entre Rusia y Ucrania, y por entonces estaba imbuido por los sentimientos que me causaba este conflicto y mis lecturas sobre geopolítica. Entonces a mi mente aterrizó una imagen, que creo haber visto en Internet perdida por ahí: la noria abandonada y oxidada del parque de atracciones de Prípiat, el poblado más cercano a la central nuclear de Chernóbil. Era el detalle más significativo del skyline de esa ciudad en ruinas. Con todo eso me puse a escribir sin parar, sin pensar, de una sentada, sin tener idea adónde llegaría. Tardé veinticinco minutos en obtener la primera versión. (En Obabakoak, Bernardo Atxaga sugiere hacerlo en cinco minutos; vale, me he pasado un poco). No lo corregí demasiado; de hecho, la versión que terminé publicando es bastante parecida a la primera. Así me salió un narrador colectivo que relata el intento de los sobrevivientes de una guerra de iniciar una revolución subidos a una noria desprendida de su eje. El vértigo que sentí al escribir ese cuento se tradujo en el argumento, ya que era el mismo vértigo de los personajes al desprender la noria y hacerla girar.
Es interesante que hayas percibido humor e ironía en «Basura», porque mi intención inicial era escribir un texto dramático con tintes kafkianos y cierta dosis de terror, siempre dentro del realismo. En este cuento hay también vértigo, el que sienten Cloe y Javier, los protagonistas, cuando precipitan su decisión de irse a vivir juntos, de construir con urgencia una vida en común antes de que se entrometa cualquier imprevisto que ponga en evidencia sus miserias.
Y la adecuación para mí es fundamental, es una obligación. La disfruto. Disfruto capturar giros, jergas, entonaciones. Me entusiasma indagar en las diversas variantes de nuestra lengua, así como en los registros y puntos de vista de quienes protagonizan las historias. Me travisto en cada cuento. Este es un procedimiento que he seguido en todos mis libros previos. No sé si alguna vez dejaré de hacerlo, si empezaré a escribir sobre mí mismo. En realidad siempre escribo sobre mí, siempre escribimos sobre nosotros, no puede haber otro modo, la autoficción no existe porque en mayor o menor grado todo es autoficción.
Para terminar, ¿cómo ves el cuento dentro del panorama actual? Por momentos pareciera que está más vivo que nunca, que se publica más y que se conecta mejor con el género
Si hablamos del ámbito literario en España, percibo que en los últimos años ha habido una mayor apertura hacia la narrativa breve. Los sellos importantes alimentan sus catálogos con más libros de cuentos y menos cautela, aunque para entrar en ellos aún tienes que forjar tu recorrido con novelas previas o mediante premios literarios que te abran la puerta. Es decir: los editores aún arrugan la nariz ante el manuscrito de un libro de cuentos. La novela sigue siendo la medida de todas las cosas. He participado en numerosas presentaciones o charlas en las que me preguntan “¿para cuándo la novela?”, como si el cuento fuera un campo de entrenamiento. ¡Año 2024 y seguimos hablando de esto!
Además, el cuento en España vive en un limbo sempiterno: no tiene la popularidad de la novela ni el prestigio de la poesía. Los cuentistas estamos obligados a publicar al menos un libro de uno u otro género para que alguna entidad supraliteraria nos preste atención y nos ponga en el mapa. A mí me importa tres pepinos. Hasta que no sienta una verdadera necesidad de hacer otra cosa, yo voy a seguir escribiendo cuentos.