Revista Cultura y Ocio
A K. le contraría que le desoigan. Hace como que no le molesta, pero en el fondo nada le irrita más. Se enfurruña adentro, se ve cómo se agita, aunque se arredra y mida, al principio, los gestos. Cuando ocurre, cuando abandona la prudencia, más veces de la cuenta, frunce las cejas, suspira, hiperventila, mira hacia otro lado si hablan los demás y no se da por aludido cuando lo apremian a que se involucre en la conversación, pero una vez que K. se percata de que no le permiten meter cuña, desconecta. Se evade. K. invisible. A veces es tan evidente esa renuncia que se produce un vacío. La conversación sobrevenida flaquea, se diluye, las frases son cada vez más cortas y acaba desvaneciéndose, herida, como si la hubiesen lanceado y tuviese un boquete en el costado por donde mana la copiosa sangre. Es un arte lo que hace K. No conozco a nadie que se ofenda tanto ni nadie, que una vez plenamente ofendido, toma el mando de la conversación y, sin decir una palabra, la corrompa con más eficacia. Además no se esfuerza mucho. Basta con un suspiro, basta con fruncir las cejas. Un mirar, un no hacerlo.
