Casi 40 años después del fin del régimen de los Jemeres Rojos, Camboya sigue siendo un país mayoritariamente rural. Eso se traduce en grandes retos en el ámbito educativo, infraestructural y económico. Además, la deslocalización de la producción textil y los costes laborales bajos han atraído a muchas empresas que pocas veces son garantes de unas condiciones laborales dignas. Aun así, hay alternativas innovadoras para el desarrollo sostenible, como el cooperativismo, que podrían ser la solución para un país de 15 millones de habitantes.
El contexto actual se entiende mirando al pasado, y la Historia reciente de Camboya ha sido determinada por el régimen de Pol Pot, que controló el país entre 1975 y finales de 1978. Su objetivo fue crear un país de campesinos al vaciar las ciudades trasladando a todos sus habitantes a trabajar en los campos de arroz. Se abolió la propiedad privada y los derechos civiles y religiosos, se instalaron minas antipersona en las fronteras para evitar la huida de ciudadanos a los países vecinos y se asesinó a cualquiera que supiera leer, hablar una lengua extranjera o utilizara gafas. Esto acabó con profesores, abogados, intelectuales y doctores con la intención de fundar de cero un país analfabeto y fácil de dominar.
Un antiguo colegio fue convertido en la Oficina de Seguridad S-21 Tuol Seng. Fuente: Gemma RoquetA finales de 1978, Vietnam invade Camboya y pone fin al sangriento régimen de los Jemeres Rojos. Después de unos años de control internacional, en 1993 se redactó una nueva Constitución y Hun Sen, del Partido Popular de Camboya, fue co primer ministro junto al príncipe Norodom Ranariddh. En 1997 se enfrentaron por el poder y finalmente Hun Sen se convirtió en el único primer ministro, cargo que sigue ocupando hasta la fecha. Aunque estos 20 años pueden parecer suficientes para desarrollar y democratizar un país, no se puede olvidar que el régimen de Pol Pot acabó con la vida de un tercio de la población —casi tres millones de personas— y que a principios de los ochenta el 75% de los camboyanos eran menores de 30 años, con los retos educativos que supone para un país que acaba de salir de una guerra.
Para ampliar: “El devenir del Año Cero, los Jemeres Rojos en Camboya”, Fernando Salazar en El Orden Mundial, 2016
Según datos del Banco Mundial, en 2016 el país contaba con 15,7 millones de habitantes y un crecimiento poblacional anual del 1,6%. El 79,1% de ellos viven en zonas rurales, lo que se traduce en niveles de pobreza altos, falta de infraestructuras, analfabetismo y la ausencia de saneamiento y acceso a agua potable. En 2010 el 22% de los camboyanos vivía en situación de pobreza relativa según los estándares del país; en 2016 el PIB per cápita fue de 3.510 dólares anuales. Los bajos salarios tienen una clara relación con que más de la mitad de la población tenga un empleo vulnerable, consecuencia en parte de la disminución de la inversión en educación. Aunque los datos han mejorado —el 95% completan la educación primaria—, después de una guerra que acabó con casi todas aquellas personas con formación, la inversión en educación debe ser bastante más elevada durante décadas para recuperar así el capital humano necesario para el desarrollo.
Los paisajes verdes tienen un precio
Al alejarse de grandes ciudades como Nom Pen, Siem Reap o Batambang, uno se encuentra con un paisaje que se extiende a lo largo del país: campos de arroz, algún río y bosques. En ciudades más pequeñas, los campos y las carreteras de arena se entremezclan con la carretera principal, casas de madera y viviendas con un toque más occidental. Resulta evidente que Camboya es un país rural, lo que supone algunos retos en el día a día que sitúan a los que viven en el campo en una situación
peyorativa.
En Camboya solo el 76% de la población tiene acceso al agua potable. Las familias, sobre todo las que viven en el campo, invierten horas en recolectar agua y cargarla hasta sus casas para hervirla y poder beberla sin riesgo de contraer enfermedades como el cólera. A veces estas tareas las hacen los niños, porque los adultos trabajan en el campo, lo que conlleva que no asistan al colegio y, por lo tanto, partan de unas peores condiciones respecto a aquellos que tienen agua potable disponible. Si algún día no hierven el agua por falta de tiempo, deberán invertir sus ya de por sí limitados recursos económicos en medicamentos.
Solamente el 42% de los que viven en zonas rurales tienen acceso a infraestructuras de saneamiento como los baños, lo cual aumenta la contaminación del agua y de la tierra, además de poner en riesgo especialmente a las mujeres, que pueden sufrir abusos sexuales —además de picaduras de insectos y serpientes— cuando tienen que hacer sus necesidades en la intemperie. Además, ya que solo el 56% de los camboyanos tiene acceso a la electricidad, cuando se pone el sol a las seis de la tarde —teniendo en cuenta que los jóvenes van al colegio hasta las cinco—, los estudiantes disponen de una sola hora de luz para estudiar y hacer los deberes, con los jóvenes de las zonas rurales en una situación desigual respecto a los que viven en zonas urbanas, donde la infraestructura eléctrica está más desarrollada.
Para ampliar: “Baños para el desarrollo”, Gemma Roquet en El Orden Mundial, 2017
Sinergias positivas
Aunque pueda parecer extraño desde una mirada occidental, la mayoría de los que viven en el campo no cambiarían su vida, pero quieren tener acceso a unas infraestructuras que les permitan desarrollarse de manera sostenible. Algunas ONG, como Sustainable Cambodia, e instituciones internacionales como la Unión Europea iniciaron hace algunos años programas para generar ingresos a las familias que viven en zonas rurales, además de proveerles infraestructuras de saneamiento, como letrinas, filtros para potabilizar el agua o pozos. Un ejemplo son los proyectos que consisten en dar algunos animales a cada familia —vacas, búfalos, pollos y patos— con la condición de que algunas de las crías sean dadas a otras familias. De esta manera, a medio plazo, las familias de una comunidad pueden tener sus animales para el trabajo en los campos de arroz, disponer de fuentes de alimento diversas y nutritivas y, en algunos casos, vender las crías y generar ingresos.
Beneficiaria del programa “Animal pass-on”, de la ONG Sustainable Cambodia. Fuente: Gemma RoquetAdemás, se refuerza el sentimiento de comunidad existente en las zonas rurales, donde todos son responsables y beneficiarios de la crianza de los animales. ONG como la mencionada crean cooperativas que deciden quién será el siguiente receptor de los animales, crean fuentes de ahorro comunes para ofrecer préstamos a un interés mínimo y son partícipes de formaciones en relación al cuidado de los animales y a la agricultura. Lo más destacable de estos proyectos es la voluntad de desarrollar la comunidad sin establecer una relación paternalista en la cual los beneficiarios dependen de los donantes. El objetivo es que en un máximo de dos años sean totalmente autónomos y sean capaces de trasladar su experiencia a otras comunidades cercanas para evitar así la migración forzada a zonas urbanas en busca de mejores condiciones de vida.
Deslocalización no es desarrollo
A pesar de ser un país claramente rural, las migraciones hacia las grandes urbes en busca de oportunidades también son comunes. Pero quienes huyen del campo tienen a menudo poca formación y, por lo tanto, los trabajos a los que aspiran son normalmente poco cualificados y con unas condiciones laborales inimaginables en Occidente. Desde los años noventa, la industria textil se ha convertido en la más importante del país, con beneficios de unos 7.000 millones de dólares en 2015, que evidentemente no repercuten en los trabajadores. El sector de la confección da empleo a más de 700.000 personas en 1.200 fábricas repartidas por todo el país, pero según ONG internacionales como Human Rights las condiciones laborales en las que trabajan son a menudo vulneradas en las fábricas con financiación proveniente de China, Taiwán, Singapur, Corea del Sur o Malasia, subcontratadas por multinacionales como H&M, GAP, Levi’s y Adidas.
La situación es cada vez más visible, pero, de manera sorprendente, estas empresas subcontratadas suelen cumplir con la legislación del país, que con unas exigencias mínimas pretende atraer una mayor producción. Es por ello que encontramos salarios de 140 a 180 dólares al mes, jornadas laborales de diez horas, horas extras a menudo no remuneradas y días libres que brillan por su ausencia. Las huelgas y protestas están al orden del día, pero la patronal y el Gobierno evitan aumentar los salarios por miedo a perder contratos si hacen desaparecer el atractivo que suponen los bajos sueldos. En 2015 se calculó que el salario digno para poder vivir en Camboya según los costes de la vivienda, comida, personas a cargo, etc. era de 294 dólares mensuales, un 50% más de lo que se paga actualmente.
Salario mínimo nacional —casillas coloreadas— frente a los ingresos calculados para tener una vida digna (2013). Fuente: Asia Floor WageDe los trabajadores, el 90% son mujeres, generalmente de entre 18 y 35 años, con niños y familias a su cargo, por lo que las malas condiciones laborales que sufren empobrecen a toda su familia y ofrecen menos oportunidades a las nuevas generaciones. Algunas de estas mujeres eran prostitutas que fueron obligadas a abandonar su trabajo durante una campaña contra la trata de personas llevada a cabo por el Gobierno. Muchas aseguran que las autoridades les dan una única alternativa: aprender a coser para trabajar en la industria de la confección, donde las condiciones laborales y los salarios son aún peores. Por si esto fuera poco, la mayoría no pertenecía a ninguna red de trata de personas; por lo tanto, el único objetivo del Gobierno fue proporcionar mano de obra barata a las fábricas de confección. Lo que tienen en común la mayor parte de los trabajadores es que no han tenido acceso a la educación, por lo que parten de una situación desfavorable. Si no pueden asegurar a las generaciones futuras los recursos necesarios para desarrollarse, estas tendrán que asumir, muy probablemente, las mismas condiciones en el futuro.
Para ampliar: “Lo barato sale caro”, VICE, 2014
Una camiseta no cuesta cinco euros
Llegar a Nom Pen por la carretera nacional número cuatro, que conecta con el puerto de Sihanoukville, puede ser deprimente. A ambos lados de la carretera pueden verse multitud de fábricas textiles de producción china y, entre las seis y las siete de la tarde, los trabajadores salen y suben en remolques, de pie y sin ningún espacio vital. Pero en la ciudad comienzan a verse proyectos con el potencial de cambiar esta situación.
Uno de estos proyectos es Watthan Artisans Cambodia (WAC), situado al este de Nom Pen, en el recinto de Wat Than. En el mismo recinto tienen una tienda, los talleres y las oficinas. Pueden visitarse sin previo aviso, lo cual demuestra la transparencia con la que trabajan, y hasta es posible entablar una conversación con el director, Mr. Pov.
Entrada al Watthan Artisans Cambodia. Fuente: Gemma RoquetWAC es una cooperativa gestionada por los mismos trabajadores, todos ellos con diversidad funcional debido a alguna enfermedad o la pérdida de una extremidad por las minas antipersona que siguen presentes en algunas zonas del país. El proyecto fue iniciado por el Centro de Formación Wat Than en 1991 en cooperación con el Ministerio de Asuntos Sociales, Trabajo, Formación y Juventud. En 2004, cuando los fondos públicos fueron reducidos, los estudiantes y trabajadores de la organización acordaron crear una cooperativa independiente para continuar ofreciendo alternativas y empoderando a las personas con diversidad funcional y mejorar así sus condiciones de vida. Fue entonces cuando se adoptó el nombre de Watthan Artisans Cambodia.
Fulares en la tienda de WAC. Fuente: Gemma RoquetComo cooperativa, la inversión inicial proviene de los trabajadores y estudiantes en formación. Con la venta de los productos, algunos beneficios se reparten y la mayoría se reinvierten en el negocio. El motor del cambio de esta cooperativa es que empodera a un colectivo generalmente ignorado por las instituciones proporcionándoles los medios necesarios para desarrollarse y ser autónomos, como formación inicial y salarios dignos. Los beneficiarios no son pocos: las diez personas dedicadas a la producción textil y las siete ocupadas en labores de ebanistería trabajan ocho horas y media al día; además, cuentan con cien personas repartidas por distintos pueblos del país que trabajan a media jornada para combinarlo con los trabajos en el campo.
Taller de WAC en Nom Pen. Fuente: Gemma Roquet
En estas condiciones de trabajo y con un producto artesanal de calidad, el precio de una camiseta no puede ser de cinco euros. Al encontrarse en Occidente los principales consumidores, apostar por negocios que respeten a sus trabajadores y el medio ambiente para asegurar un desarrollo total y sostenible obliga a un consumo racional, más reducido y menos frecuente.
Para ampliar: “Made in Bangladesh”, Inés Lucía en El Orden Mundial, 2016
Cooperativismo para el desarrollo
El objetivo del desarrollo sostenible es acabar con las necesidades y las amenazas mediante la capacitación y el empoderamiento de la población. La inversión de dinero en proyectos pensados y dirigidos desde una perspectiva occidental no asegura la mejora de vida de las personas en países en vías de desarrollo. Los ciudadanos de Camboya y de cualquier país tienen la capacidad para identificar sus necesidades y proponer alternativas. Si cualquier empresa, fundación u ONG busca el desarrollo sostenible a largo plazo —enseñar a pescar en vez de dar el pez—, necesita empoderar a las comunidades locales y acompañarlas en el proceso sin dirigirlo.
Los ejemplos analizados tienen el objetivo de generar recursos económicos mediante el esfuerzo, las iniciativas y la organización de las comunidades para que puedan invertir los recursos generados en el ámbito educativo, sanitario e infraestructural y generar oportunidades para desarrollarse y tener unas mejores condiciones de vida ellos y las generaciones futuras. En un país con pocos habitantes como Camboya, la creación de cooperativas no parece una utopía; es más, es una realidad que funciona. Lo más positivo de este sistema para generar recursos es que la comunidad asume el liderazgo y la responsabilidad de forma compartida, lo cual crea un espacio de fortalecimiento de las relaciones y la confianza y, obviamente, de generación de riqueza.