Hay cierta tendencia entre los denominados como directores de culto, a presentarnos un tipo de películas donde lo realmente importante no son las imágenes que nos muestran, sino las palabras que las recubren. Hasta ahí nada que objetar, pero ese ejercicio liberticida de su profesión cinematográfica, los lleva a trasladarse sin quererlo, o sí, a los márgenes del teatro o incluso de la novela, ambas, nobles manifestaciones de la creación del ser humano, pero cuyo tratamiento y estética admiten cuando menos peculiaridades que el cine no tiene. Por si esto fuera poco, al igual que hay escritores que para conseguir que su protagonista abra la puerta de la nevera necesitan más de diez folios para contárnoslo, Kiarostami se envuelve en la tela de la disquisición intelectual entre original y copia para atrincherarse en sus posiciones de esteta de las palabras y paradigma de la búsqueda de la verdad por encima de planteamientos artísticos y conceptuales. Lo malo de sus consignas es que ya las hemos visto demasiadas veces, y esas ínfulas de trascendencia intelectualoide, te hacen soltar las amarras de la película y dejarla ir a su propia deriva, que se convierte en un total hundimiento, cuando sin venir a cuento, el enfrentamiento entre original y copia en el mundo del arte se traslada a la conjugación entre original y copia en el mundo del amor y de los sentimientos encontrados de una pareja. La escena del café que emplea para ello, lejos de meterte de nuevo en la película, se antoja demasiado caprichosa y sin sentido, casi como el resto de la película. Si bien, una vez que aceptas que estás viendo otra historia dentro de la primera, no acabas de ver por dónde nos quiere llevar Kiarostami, pues a pesar de su esfuerzo al rodar todo el film casi como un largo e infinito plano secuencia con continuos cambios de plano y contraplano entre sus protagonistas, hace que su lentitud y tendencia abrumadora a los largos y concienzudos diálogos, te dejen más que hastiado si cabe ante un esfuerzo que ya sabes que no te va a ofrecer ninguna recompensa.
No obstante, dentro de todo este revuelto de palabras, siempre hay un héroe que te ayuda a llegar a la orilla después del naufragio, y en este caso es heroína, pues la interpretación de Juliette Binoche, está muy por encima del texto y las imágenes, dándonos toda una lección de interpretación con diferentes y muy enriquecedores registros, que abarcan una amplia gama de los sentimientos humanos, y que como una diva, se sumerge en la nostalgia y los buenos recuerdos que nunca más regresarán en la penúltima secuencia de la película cuando se tumba sobre la cama del hotel y descansa su cabeza sobre la almohada, y que quizá, junto con la última escena de las campanas, sean las dos únicas imágenes que dan un sentido fílmico a una historia que por manida no interesa, y que al final de la misma te lleva a preguntarte ¿de qué sirven las imágenes?
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel
Revista Cine
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