UNO. La cámara se pega al cuerpo. Al cuerpo de Natalie Portman. Y no se aparta de su nuca ni con cinco piruetas consecutivas. Ha tomado posición por un cuerpo. Un cuerpo que, además, aparece rodeado de una ficción excesiva, desmesurada, delirante por momentos. Pero ella se mantiene tranquila e impasible encontrando seguridad en la distancia corta con aquello que toma como objeto. ¿No parece increíble viniendo de Darren Aronofsky? Hipótesis: A lo mejor es que anteriormente no le tuvimos muy en cuenta. Pensábamos sus trabajos como el fruto de un ego infinito, de un adulto que no quería superar ni asumir su adolescencia. Pero como son las cosas. Ahora descubrimos que en realidad es un tipo serio, sereno, reflexivo. Un director que no utiliza su forma de manera abusiva, sino que se enfrenta a ella y a todo lo que ha sublimado. Que además considera a las ficciones una amenaza y observa el delirio que nos proponen con calma. El cisne negro no puede ser más explicita: su forma se mueve, revolotea entorno al cuerpo de Nina, una bailarina ante el papel de su vida. Una vida trazada milimétricamente para alcanzar un objetivo y que comienza a torcerse en el momento en que está a punto de cumplirse. ¿Qué puede su cuerpo entonces? ¿Qué puede un cuerpo desbordado por las circunstancias?
Podríamos hablar de imágenes que golpean, de límites del cuerpo desdibujados, de un género subvertido. Pero nos equivocaríamos. El nuevo punto de vista nos muestra a cuerpo desbordado por aquello que no puede alcanzar. Un cuerpo apaciguado en si mismo gracias a las ficciones que le confunden, que le aturden en la promesa insatisfecha de una inscripción. Esa que han recibido otros cuerpos y que otros esperan con impaciencia. La novedad es el cuerpo de Nina. Un cuerpo que persigue ser como una imagen. Mutable, abierto, en continua actualización. Inconcreto e inmaterial. Pero este nuevo anhelo le condena a ser un cuerpo no conformado, virgen, que varía eternamente buscando una envestida de lo intempestivo. No es ni muy masculino ni muy femenino. Ni muy mayor ni muy joven. Ni un cisne negro ni blanco. Pero sin embargo necesita mimetizar todo aquello que percibe como un eco. Un eco de la ficción. Todavía imaginaria, espectral o ya encarnada en los cuerpos que la rodean. A diferencia de otros trabajos de su director, o de ese cine de la carne de Cronenberg o Denis, aquí se retuerce porque no puede sufrir el desgarro superficial, la punzada epidérmica, la hemorragia reconciliadora. Así que no le queda más que conformarse con ser un terreno virgen indefinido, abierto a todo lo que recibe, físicamente incapaz. Es lo abierto a la espera de la verdadera apertura. Es la primera estrofa de un poema de amor inconcluso. Es la copia certificada de una posibilidad desreferenciada de aquello con lo que se complementa y a lo que no se podrá adecuar jamás. El cuerpo de Nina es una rave eterna.
MEDIO. Cualquier gesto de una bailarina arrebata el tiempo deteniéndolo. El movimiento físico encierra en su propio hacer el tiempo que se hubiera ido y lo condensa en forma de memoria. Pero al mismo tiempo libera aquel en que muestra las huellas de otro que le ha precedido. De aquel que no vimos, pero que sentimos poderosamente y que actualiza otro anterior, intemporal. Pasado y futuro centelleando en el presente de un cuerpo. De un cuerpo que controla su propio tiempo abriendo a la mirada el de la eternidad. Aunque todo quede como un espectro, como un fantasma que se evapora sin que su curso pueda ser continuado, operativo. Y lo es por la misma razón por la que en Copia Certificada (Abbas Kiarostami, 2010) no se puede adecuar la percepción y la imaginación a las imágenes: Debido a otras imágenes, a otro tipo de memoria que pudo ser fundada sobre un plano de racionalidad. Esa que identifica lo que estamos viendo con un Powell o un De Palma. El mismo error que se comete al referenciar el último trabajo de Kiarostami con Rossellini, Buñuel o Resnais. Ambas apuntan a lo mismo porque tanto el director americano como el iraní hablan de una nueva relación con la ficción: Cuando esta ya no es la mimesis del mundo, cuando ya no puede ordenar la historia, la imperiosa necesidad que tenemos de ella nos ha convertido en una especie de perros que persiguen eternamente a su amo mientras este escapa en un coche. Algo así como la escena que rodara hace unos años Hong Sang-soo en Woman on the beach (2006).
Nina baila, sigue su ritmo. Se podría discutir y matizar si está condicionado por su madre o por la ausencia de un padre. Quien sabe. Pero pese a todo, lo domina. Hasta que es elegida como primera bailarina. En ese momento la ficción conquista a su tiempo hasta suspenderlo. Lo grande coloniza a lo pequeño como un campo de fuerza. Lo atrae hasta la distancia justa en la que será más fácil intentar alcanzar al referente que huir de él. Pero en esa suspensión no pasa nada. O no puede pasar nada más allá de la propia retención, del impás de espera ante el acontecimiento. El malestar ante la inmovilidad. Un intento por comenzar a moverse con un movimiento que persigue un verdadero movimiento.
DOS. Los caprichos del mercado han hecho coincidir en las carteleras a El cisne negro con La danse (2009), el primer documental de Frederick Wiseman estrenado en España. Ambas giran alrededor del mundo de la danza clásica pero aplicando perspectivas diferentes. Wiseman acude a la Ópera de Paris para filmar en su habitual clave documental todo el trabajo que rodea una puesta en escena. Como apunta Mónica Muñoz Marinero: “Realmente Wiseman se ve como un trabajador que retrata a otros trabajadores” y “La Ópera de París se conforma por todas las personas que allí desarrollan su oficio, desde el más anodino hasta el alto cargo” . Su cámara trata de recoger la fisicidad, el esfuerzo que se debe desplegar para realizar cada uno de esos trabajos colocados en un mismo plano de importancia. Pero su bagaje “argumental” esconde algunas “trampas”. Sobre todo en el recorrido que nos conduce hasta que la función está lista para el gran estreno. En apariencia documental, realmente La danse es una ficción ajustada que emula el trayecto del cine clásico, abandonándonos en un final que nos ha hecho desear con cada plano. Aunque resulta todavía más llamativo que en su detenimiento corporal, “el cuerpo” no tenga voz como tal. El físico es físico. Entendido desde un plano de la razón, de la compresión cultural como una gran empresa que funciona en su unidad.
Al contrario de esta perspectiva y contradiciendo a la gran ficción que aparenta, El cisne negro da valor a la marca, al moratón, a la herida. A la que realmente duele al ojo. El trabajo como figura aparece desactivado a favor de sus consecuencias: la verdadera ley del cuerpo. Un cuerpo no tiene constancia de lo que puede hasta que no cae enfermo, hasta que no sangra, hasta que se amorata. Realizando un trabajo pierde la perspectiva sobre si mismo, sobre lo que es y lo que se le escapa en vida. No es hasta que se sienta, hasta que cae rendido, hasta que la cámara de Aronofsky registra tímidamente a Nina quitándose sus zapatillas, cuando el trabajo revela toda su dimensión de gravedad. Es la verdadera toma de posición por un cuerpo, olvidando el ritual, la repetición, la variación para revelar sus consecuencias. Es una cuestión de imagen: solitaria, sin contraplano, abierta a la siguiente, sin referencias a un antes ni a un después. Como aquella que recoge el recorrido desde la espalda de la bailarina hasta su pie desnudo en el que se aprecian sus dedos rosados y una uña rota. El cuerpo ha temblado, aunque ya no lo quiere seguir haciéndolo de esa manera.
Roberto Espejo.