Revista Educación

Cordones desatados

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Cordones desatados

Hacía lo siguiente.
Dejaba a los niños en el colegio y me iba a un bar, un bar del barrio donde trabajaba, un bar que está cerca de ese colegio. Iba, más o menos, dos veces al mes a las ocho y media de la mañana.
Es el momento en el que se juntan, en el bar, grupos de madres. Entre cinco y diez. Las mujeres han dejado a sus pequeños hijos en el colegio y parece que tienen el resto de la mañana libre.
Las mujeres quieren hablar, a puro grito, de lo que les pasa, lo que les sucede. La concatenación de imbecilidades que ellas estarían dispuestas a denominar 'sus vidas'.
Hablan, las mujeres. Gritan, gritan mucho. Hay metálicas, estentóreas carcajadas demasiado impostadas que apenas alcanzan a disimular el horror que sienten de estar vivas, el sinsentido de la precaria existencia, el dolor de no saber para qué demonios fueron puestas sobre el planeta tierra.
Hablan y gritan y ríen sin reír, se ponen de pie, mueven los brazos, cambian de lugar. Se cae una silla, suenan los teléfonos móviles con absurdas musiquitas y entonces hablan más fuerte con alguien que parece estar del otro lado de la pantalla y que también les responde. Más gritos sobre la importancia de conocer Estambul, de tomar yogures que te mejoren la potencia para cagar.
Me siento prácticamente en el centro. Entre mesas de ocho o diez mujeres, siempre queda alguna mesita suelta de la que se han llevado hasta las servilletas de papel. Pido un café.
Me siento, decía, saco mi cuaderno, preparo mi bolígrafo. Miro un rato pero no miro nada en particular, contemplo la nada.
Alguna vez escuché contar a un futbolista que Maradona, durante los entrenamientos, jugaba con los botines desatados. Los cordones sueltos. Contaba ese futbolista que una vez intentó hacer lo mismo y no paraba de tropezarse, de caerse al suelo. Imposible trotar, mucho menos pensar en hacer cualquier otra cosa. Maradona le había explicado que si entrenaba así, con los cordones desatados, después, durante el partido, sus pies tenían una extraordinaria sensibilidad. Se infligía ese incordio, esa dificultad. Luego, su performance se volvía extraordinaria.
Yo, a la media hora más o menos, me iba a la oficina y escribía lo más bien.


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