Ayer vi de nuevo Posdata: Te quiero (Richard LaGravenese, 2007) y me acabo de dar cuenta de que la película ha cumplido 10 años en diciembre. En su momento la crítica la despedazó, pero yo comparto el parecer de Manohla Dargis, la principal crítica cinematográfica del New York Times: “La película no es una cosa bella o culturalmente memorable, y aun así tiene encanto, aunque de un forma extraña. La ardiente sinceridad y desnudez emocional de Swank encaja bien con el exceso melodramático de LaGravenese”.
Pues eso. Muy probablemente la película no pasará a los anales de la historia del cine, pero para mí siempre ha tenido algo. Evidentemente lo que me engancha a verla de forma cíclica no es la dependencia emocional cuasi patológica de Holly (el personaje que interpreta Hilary Swank) pero hay algo en ella que siempre me remite a mí misma más allá del dramón de viuda joven y guapa con el que por suerte no tengo que identificarme.
Bien, la sesión de psicoanálisis y de identificación me la guardo para otro post. Lo que quería traer hoy aquí son las reflexiones que me ha suscitado una frase de la película: “Hay que ser rico para volverse loco. La clase media no podemos perder la cabeza” (28:08-28:12). La sentencia la pronuncia Sharon, una de las mejores amigas de la protagonista, cuando esta, en pleno duelo por la prematura muerte de su marido, le plantea la posibilidad de quedarse en casa encerrada de por vida como la señorita Havisham de Grandes esperanzas.
Nunca le había prestado demasiada atención a esta escena, pero hoy me ha hecho recordar un diálogo similar de una película muy distinta: Riff-Raff (Ken Loach, 1991), un drama social en el que Loach, una vez más, ponía el foco -y el compromiso- sobre las clases trabajadoras más desfavorecidas. En un momento dado, en la primera mitad del film, Susan y Stevie tienen la siguiente conversación (38:08-38:17):
“– ¿Nunca te deprimes?
— No. La depresión es para las clases medias, el resto de nosotros madrugamos por la mañana”.
(En los subtítulos la frase original está traducida de la siguiente manera: “Deprimirse es para burgueses, no para currantes”. No es exactamente lo mismo burguesía que clases medias precisamente, pero bueno, la intención está ahí).
El caso es que ambas “sentencias” me han dado mucho en lo que pensar. ¿De verdad las currantas no nos deprimimos y nos volvemos locas? ¿No lo hacemos o no se nos permite decirlo en voz alta? Y voy más allá (aunque no tenga respuesta): ¿cómo ha representado el cine los trastornos emocionales de las clases trabajadoras y empobrecidas?
Porque, si bien es cierto, como describe Francisco de la Peña Martínez, que “la locura, los conflictos inconscientes y el ámbito de lo psicopatológico en sus múltiples manifestaciones son un leitmotiv transversal que está presente en casi todos los géneros cinematográficos”, tengo la impresión de que a menudo estos se han revestido de una pátina de “glamour” que nos invita a creer que solo las genios como Virginia Wolf se suicidan, que los premios Nobel como John Forbes Nash son tan listos que “se pasan de vueltas” o que las ricas ociosas como Madame Bovary o la Katherine de Lady Macbeth se acaban volviendo locas por falta de ocupaciones.
Al parecer, el precariado y los trabajadores y trabajadoras pobres y vulnerables que conforman la nueva clase obrera del siglo XXI tienen que conservar la cordura a pesar de los pesares. Pero la realidad, no es esa:
“El incremento del paro, la precariedad laboral y la pobreza están condicionando la salud de la población que se encuentra en estas circunstancias, dándose una mayor presencia de depresiones o de otros desequilibrios psicológicos, y un mayor número de ingresos hospitalarios por intentos de suicidio o por enfermedades de larga duración. Así pues, tenemos claro que la pobreza genera una brecha social, que provoca desigualdades en la salud y condiciona directamente la esperanza de vida de la población de un mismo territorio, donde puede darse un diferencial de hasta once años, según el nivel de bienestar o de privaciones en que se encuentre la persona” (Cuaderno CJ núm. 198: El trabajo: presente y futuro. Entre la creciente precarización y la ineludible necesidad de repensarlo).
Este panorama queda constatado en el informe “Ocupació de qualitat: resposta al fenomen dels treballadors i treballadores pobres” que presentó la Taula d’entitats del Tercer Sector el pasado mes de diciembre (2017) en el cual se recoge lo siguiente:
“Las dificultades económicas contribuyen de manera significativa en una peor salud mental. Algunos autores hablan directamente de aumentos en depresiones y suicidios, a pesar de la relación causa-efecto no es nada clara ni fácil de relacionar. Un reciente estudio (Gili et al., 2014) muestra que en la atención primaria de salud, los trastornos del estado de ánimo aumentaron un 19% aproximadamente entre el año 2006 y el 2010, los trastornos de ansiedad un 8% y los trastornos por abuso de alcohol un 5%. En cuanto a las diferencias de género, se captó un aumento en
el consumo de alcohol en mujeres durante el periodo de crisis económica.
Las personas paradas o con precariedad en su lugar de trabajo presentan un riesgo entre dos y siete veces mayor de sufrir depresión (Evans et al., 2013).
Los resultados obtenidos, antes y durante la crisis económica, indican que aumentaron de manera significativa los trastornos del estado de ánimo (19,4% en depresión mayor y 10,8% en distimia), los trastornos de ansiedad (8,4% en trastorno de ansiedad generalizada y 6,4% en crisis de angustia), los trastornos somatomorfos (7,2%) y el abuso de alcohol (4,6% en dependencia del alcohol y 2,4% en abuso de alcohol). (…) En definitiva, hay un riesgo del 3,1% de sufrir depresión atribuido a las dificultades laborales, sea paro o precariedad laboral”.
Según pone de manifiesto el mismo informe, el género es también un determinante social de salud y uno de los grandes ejes de desigualdad junto a otros factores como la edad, la clase social, el grupo étnico o la nacionalidad:
“Más mujeres que hombres trabajan sin contrato, con elevado esfuerzo y baja recompensa. En algunos casos con acoso sexual, discriminación y más dolores osteomusculares. (…) Las trabajadoras no manuales tienen más contratos temporales, expuestas a mayores riesgos psicosociales y sufriendo mayor discriminación y enfermedades profesionales. (…) Las desigualdades de género en salud laboral tienen su origen, al menos en parte, en la marcada división sexual del trabajo que atribuye, aunque, a las mujeres un papel más relevante en el trabajo doméstico y los hombres en el remunerado”.
Ante esta realidad cuesta creer que, como afirmaban los personajes de Sharon y Stevie, las clases medias y trabajadoras no puedan sucumbir a la depresión o a eso que llamamos locura y que, según el diccionario, nos priva del “buen juicio”. Sucumbimos, por supuesto, pero la nuestra no es una locura envuelta en gasas como la de la señorita Havisham, porque aquellas y aquellos que sostenemos el sistema tenemos que seguir produciendo para que la rueda continúe girando, obligados a vivir en una cordura precaria alimentada, eso sí, de grandes esperanzas. Anuncios &b; &b;