Dicen los griegos que la península del Peloponeso tiene forma de mano con cuatro largos dedos (cinco, si contamos el truncado meñique occidental) que apuntan hacia el sur, a la no muy lejana isla de Creta, la mayor del país. Podría pensarse también en una gran ubre materna, con otras tantas glándulas mamarias, que habría alimentado de dioses, mitos, polis, héroes y batallas la historia y la cultura de Occidente. Viniendo de Atenas, su entrada natural es por el istmo de Corinto, una estrecha franja de tierra que obligaba a los barcos (y aún obliga a los de mayor calado) a rodear las recortadas y peligrosas costas peninsulares.
El asunto viene de lejos. Se sabe que, ya en épocas muy antiguas, los navíos pequeños se trasladaban por tierra sobre rodillos de madera, aprovechando la mayor estrechez en la zona meridional del istmo, desde el golfo Sarónico (en el mar Egeo) al golfo de Corinto (en el Jónico), uno a cada lado. Fue en los años 600 a.C. cuando se pensó en la apertura de un canal, obra casi imposible para entonces, pero tuvieron que conformarse con la construcción de una calzada-rampa de granito por la que circulaba una plataforma rodante empujada por energía animal o humana para el portaje de los barcos.
Ni siquiera los poderosos emperadores romanos, que retomaron la idea en el primer siglo de nuestra era y comenzaron las excavaciones, fueron capaces de culminar la costosa empresa. Así que hubo que esperar a finales del siglo XIX, cuando, sobre un proyecto de Lesseps, el ingeniero francés responsable del Canal de Suez, una empresa húngara consiguió realizar el largo sueño de los griegos y de los marinos en las rutas de Atenas, abriendo a cuchillo el muro del istmo y convirtiendo así al Peloponeso en artificial territorio insular. Estamos en el puente que cruza el Canal de Corinto y que sirve de mirador sobre el agua. Desde aquí arriba, a ambos lados de la carretera, parece una larga y estrecha acequia de riego, pero es tan solo un engaño visual debido a la altura; las elevadísimas paredes de hormigón, rampas de casi cien metros, muestran mejor lo descomunal de la obra, un tajo artificial de más de media docena de quilómetros de golfo a golfo, con una anchura de más de veinte metros y una profundidad de casi diez. Nada comparado con sus hermanos mayores de Suez o Panamá, pero mucho para la seguridad y el ahorro de tiempo y dinero de los barcos que ahora pueden disfrutarlo. Al lado del puente, en un pequeño jardín, nos despiden en piedra los dos ingenieros magiares que dirigieron las obras.
Dejamos la región de Corintia y entramos en la Argólida, el dedo gordo oriental de la península-isla. Nada lejos, en el centro del dedo y mirando hacia Atenas golfo mediante, está nuestro destino de hoy: el yacimiento arqueológico de Epidauro. Al oeste del pueblo homónimo actual, constaba de santuario, templos, gimnasio, sanatorio, baños, estadio y teatro. Hoy destacan el primero, un conjunto de piedras muy ruinoso, y sobre todo el último, en buen estado de conservación. El Asclepeion (hay varios templos de este culto por distintos lugares de Grecia, como el que se levantaba en la Acrópolis ateniense) o santuario de Asclepio (El Esculapio romano) era a la vez hospital, escuela de medicina, centro deportivo y balneario, a donde acudían, en su apogeo del siglo IV a.C., peregrinos y enfermos de todo el mundo heleno. Asclepio era un dios, hijo del olímpico Apolo, al que la leyenda atribuye amplios poderes curativos, basados en la medicina natural de plantas y animales, ritos religiosos, interpretación de los sueños y música.
A ambas divinidades invoca el juramento hipocrático de los médicos y a ambas les es deudora la medicina de Hipócrates y Galeno. En este valle verde rodeado de montañas y arbolado de pinos, a pocos minutos de agradable paseo, nos encontramos, casi de repente y en la falda del monte, la joya del santuario: el Teatro de Epidauro. Construido para las Asclepias, fiestas cuatrianuales músico-deportivas en honor del dios, es hoy el teatro griego al aire libre mejor conservado y uno de los mayores y con más aforo, siendo famoso por su armonía formal y su asombrosa acústica, una megafonía natural producida por el alto abrigo rocoso sobre el que se asienta y por la sabiduría constructiva del arquitecto Policleto, su autor.
Consta de un escenario de tierra pisada bajo una altísima terraza semicircular de gradas de piedra cortadas por pasillos y escaleras, con dos salidas laterales y con un edificio anterior porticado del que apenas quedan huellas. Se supone que también albergaba un pequeño templo para los ritos y sacrificios al dios, ya desaparecido.
La tragedia griega nació a partir de las antiguas fiestas Dionisíacas en honor a Dionisos (el Baco romano), dios del vino y de las emociones y reverso de Apolo, dios de la luz y la razón. En los albores de la época clásica, Tespis, el iniciador de las manifestaciones teatrales, recorría en su primitivo carromato los pueblos del Ática para celebrar dichas fiestas primaverales con danzas y coros, luego con diálogos y máscaras. Y así surgió el teatro. Primero en cualquier lugar improvisado y luego, dado su gran tirón, en espacios como este donde ahora estamos, construidos al efecto. Esquilo, Sófocles y demás grandes dramaturgos helenos continuaron sus pasos y sentaron las bases de nuestro teatro moderno. Aún hoy, en este y otros teatros antiguos de todo el mundo mediterráneo, se puede asistir a espectáculos de música y drama de todos los colores. Eso sí, aprovechando el buen tiempo y no bajo la desapacible lluvia que ahora ha empezado a caer sobre estas piedras venerables. Habrá que ir reservando la entrada para el próximo.
*Si te interesa conocer otras paradas de este viaje a Grecia, te invito a dar un paseo por el centro de Atenas y a hacer una excursión a Micenas, la cuna de Occidente.