Todas las primaveras el río Inguri, al este de Georgia, crece de tal forma que que inunda diversas zonas del parque natural de Kolkheti. En su retirada deja visibles pequeñas islas que los agricultores usan para desarrollar pequeñas plantaciones de maíz durante unos meses. Corn Island narra la historia de un anciano y su nieta que crean un pequeño mundo en el que conseguir un cargamento de maíz mientras los soldados georgianos vigilan el territorio.
Corn Island posee un marcado carácter documental en sus inicios cuando vemos al anciano comenzar a construir una pequeña cabaña que servirá de débil refugio para tiempos más difíciles. En cierto modo puede recordar a aquellos minutos iniciales de Pozos de ambición donde el personaje interpretado por Daniel Day-Lewis trabajaba de forma determinada y tediosa para conseguir extraer de la naturaleza un medio de vida. El trabajo constante, poco gratificante, sacrificado pero necesario, configura la práctica total de la narración de Corn Island donde la palabra es prácticamente sustituida por la acción de la mirada y los gestos del abuelo y la nieta.
Corn Island sitúa a dos personajes en constante lucha contra los elementos, la lluvia es un personaje secundario, así como en enfrentamiento con unos militares que prácticamente son unos fantasmas que amenazan sin sentido. El par de líneas narrativas más allá de la plantación, la relación de la nieta con uno de los soldados y el mencionado acoso de los mismos, sacan a Corn Island de tener un ánimo algo más audaz que le hubiese beneficiado.
Aun así, la belleza de las imágenes, el gusto por el gesto íntimo y delicado y, sobre todo, por un planteamiento de lo efímero de enorme calado colocan a Corn Island como una experiencia audiovisual muy recomendable: ver como todo un mundo se construye, sabiendo que al final acabará destruido irremediablemente, merece nuestro tiempo, algo que decimos no tener pero que malgastamos con impunidad.