El tiempo corre. Cuando el año está a punto de despedirse y le restan unas horas, tengo la impresión de que ralentiza las agujas del reloj. Por un instante, ese tiempo hace parada y fonda y se detiene en el resumen que hacemos de un calendario que será arrojado a la basura, como un desperdicio más. Es una extraña sensación de aparente melancolía. Nos evadimos al examen de conciencia, donde incluso la memoria inventa un repaso distorsionado de la realidad a su propio antojo.
El tiempo vuela. El nuevo año llega dando codazos. Parece que siempre viene con prisas. Si fuera por él, no tendría inconveniente en ser un hijo prematuro, porque asoma su cabeza de manera insistente. Tanto es así que lo esperamos con la inquietud del sonido de las campanadas, de esa música que ahoga lentamente a ese otro año que despedimos.
El tiempo. Siempre el tiempo.
Cuando llega este día, las imágenes del año se agolpan en ese escondite que el cerebro deja para los recuerdos. Y como todos, o casi todos, en ese afán cinéfilo de montarnos nuestra propia película, durante unos minutos, las miradas se pierden recreando cada escena de otro año que se marcha.
Me gustaría olvidar este 2024, donde el revelado de los negativos de esas imágenes del desastre de Valencia y de otros puntos de España, todavía ahogan mi garganta. Pero como la vida se refugia en la esperanza, deseemos que el 2025 nos traiga mejores instantáneas de la película que vamos a estrenar dentro de pocas horas.
Os deseo todo lo mejor. Sobre todo mucha salud. Feliz año. Feliz 2025.