E mbarco en un mastodonte con alas, atiborrado de oncólogos. Pululan por doquier, en el morro del avión, disfrutando de las anchuras destinadas a los ricos, y en el amplio sector para el ganado vulgar. No observo grandes diferencias entre unos y otros, forman corrillos igualmente ruidosos, como párvulos excitados por una excursión que no esperaban, quizás un premio por llevar a casa buenas notas. No sé cuántos se quedarán a pie de obra en los hospitales, espero que los suficientes para que el cáncer no se enseñoree de la tierra si nos caemos al océano.
Pensándolo bien, los agraciados con los asientos lujosos ronronean tecnicismos como gatitos ahítos de leche tibia y, al pasar a su lado, no me dispensan ni una mirada de ánimo o compasión. Sin embargo, ya enlatado con la chusma, percibo una veta de hermanamiento adolescente, unas ganas pegajosas de compartir entusiasmos y de borrarle al vecino de asiento su cara taciturna y patibularia.
Esto no es una novela dickensiana. Lo digo porque me toca ir pegado al pasillo, menos mal, puedo salir a churrar sin números circenses. Quien ocupa el asiento del medio, a mi derecha, es oncólogo, según me hace notar a modo de saludo. En mi profesión no parece interesado, tampoco se fija en mis pezuñas grotescamente hinchadas, que ni yo mismo reconozco como propias: nunca había visto los calcetines excavando a tal profundidad. El oncólogo me enchufa una perorata acerca del congreso, recalcándome hasta el aburrimiento que lleva una comunicación oral: oral, me repite cinco veces que es oral, el tío, quizá convencido de que es Pitágoras reencarnado.
Pido agua para deglutir mis pastillas de la diabetes y no me la traen. Me lo compensan machacándome la rodilla con el carromato de las chucherías electrónicas y cosméticas. El vecino listillo sigue con su rollo, ajeno a mi infortunio, y lo interrumpo preguntándole si ratifica la opinión de que estaría mejor con insulina.
- Oiga, son asuntos complejos que debería discutir con su médico.
- ¡Hombre! Me habrá contagiado usted el virus de hablar de más a quien no corresponde.
Se da por ofendido, pero no es rencoroso, porque enseguida se duerme y apoya la cabeza en mi hombro. Pelillos a la mar. No me extraña que le pese bastante, con la pila de ciencia que lleva dentro. La mía pretenden aniquilarla con una película de dibujos animados, pero rechazo los auriculares con un zarpazo de fiera dignidad. No obstante, ya la tenía muy mermada: n o consigo enlazar más de dos ideas y un enano empuja mis sienes desde dentro, pataleando como un potro enfebrecido. Soy una piltrafa desmigándose.