“No hay nada tan patético como una multitud de espectadores inmóviles presenciando con indiferencia o entusiasmo el enfrentamiento desigual entre un noble toro y una cuadrilla de matones desequilibrados destrozando a un animal inocente que no entiende la razón de su dolor”
Joseph Ritson
Crueldad y decepción
Las corridas de toros son un espectáculo deshonroso en tres actos, de unos veinte minutos de duración, que escenifica la falsa superioridad y la fascinación por la “sangrienta lucha” de quienes creen tener un derecho divino a disponer a su antojo de la vida de otros seres sensibles, llegando incluso a justificar y trivializar la muerte del toro como arte y diversión.
Un comportamiento patológico que nace de una incapacidad para afrontar el dolor de las víctimas y una morbosidad irrefrenable ante la posibilidad de ser testigo directo de alguna cornada, o de la muerte del matador; un riesgo fortuito, infrecuente (un torero por cada 40.000 toros sacrificados), y sobre todo evitable que, sin embargo, incrementa el carácter dantesco de la corrida. Una caridad cruel e insolidaria.
Una siniestra fiesta impuesta como fiesta nacional
La “gran fiesta” muestra el desprecio a la vida, acosando y “castigando” a un noble toro, manipulado y traicionado, con arpones y picas afiladas, hasta que muere, asfixiado o ahogado en su propia sangre con los pulmones destrozados por la espada del matador, o apuntillado con un puñal con el que intentan seccionarle la médula espinal.
Lo “valientes” toreros se enfrentan a un toro “preparado” al cual previamente le suministran todo tipo de fármacos y purgantes, que actúan como hipnotizantes y tranquilizantes, pudiendo producir falta de coordinación del aparato locomotor y defectos de la visión.
Tras tres días de tenerlo sin agua ni comida, encerrado y a oscuras en un cajón de madera, lo hacen sufrir la dolorosa indignidad del afeitado, una práctica que implica el corte de un trozo de pitón, dentro del mueco donde se le inmoviliza, sufriendo el llamado lumbago traumático, y destrozándose los músculos y tendones al luchar desesperadamente por librarse del yugo que sujeta su cabeza, saliendo desvencijado hacia los corrales de la plaza, a donde llega tullido y sin fuerzas para afrontar los desgarradores puyazos que le infringe el picador.
Ya en el ruedo y para garantizarle el “éxito” al matador, en cayapa, los picadores, le clavan el hierro de la puya en el morrillo, abriendo, a modo de palanca, un tremendo agujero con la cruceta, cortando y destrozando los tendones, ligamentos y músculos de la nuca para obligarle a bajar la cabeza y asì poderle matar más fácilmente.
La destrucción de cualquier vida, supuestamente en beneficio de los demás, es éticamente inaceptable; y las corridas de toros, son la úlltima barbarie, estéticamente impresentable que, con más de mil representaciones escenifican la masacre de un pacífico animal herbívoro que acaba en el desolladero. Es la màs vil cobardia colectiva disfrazada de tradición.
Gustavo Carrasquel
Director de Azul Ambientalistas