Cercano a la cincuentena, de cuidado aspecto, se acerca y se detiene junto a mí. Buenos días, dice, y se sienta a mi lado.
Su saludo me llama la atención. No es lo habitual. Se supone que cuando entras en un tren y te sientas junto a un desconocido, debes asumir tu situación de recién instalado, meterte en la piel del vecino nuevo que debe presentarse con un saludo protocolario. Pero eso ya no es lo habitual. Lo común es el silencio, hacer como que ignoramos que estamos entrando en el más estrecho espacio vital de un paisano.
Lo frecuente es mediar con un tácito "dese por saludado", obviando darle uso a nuestro civismo, a diferencia de lo que haríamos en otros contextos. Básicamente, es economía de la cortesía: durante cualquier tramo del trayecto en ese tren ambos seremos compañeros, junto a una ventana quizás, pero sabemos que, a buen seguro, no volveremos a vernos más. Por tanto, ¿para qué crear lazos, por incipientes que estos sean?
El saludo es, a veces, el preludio de una charla -y también la brecha que se abre en la tranquilidad del que no quiere hablar con nadie-. Tal vez el de al lado esté ocupado y no deseemos sacarle de su concentración sobre las líneas de su libro o periódico, o de la conversación que mantiene a través de su móvil...
Mi vecino echa mano del suyo... Ay, espero que no me dé el viaje con una cháchara prescindible... Lo revisa... sólo un par de botones... y lo devuelve al bolsillo de su abrigo. Entonces se pone de pie y se dispone a salir en cuanto el tren se detiene del todo. Un vistazo fugaz a su asiento vacío. Esta vez ya no repara en mí y... aún estaría a tiempo de hacerlo, no dice nada.