Os dejo un relato espeluznante para celebrar Halloween.
Cosas de chiquillos
Por los pasillos del instituto no se hablaba de otra cosa: se estaba preparando una gran fiesta de Halloween, y Pedro, cabizbajo e invisible como un patético fantasma, se deslizaba entre sus compañeros recogiendo con envidia retazos de conversación. ¡Nada desearía más que asistir a aquella fiesta! Pero no lo habían invitado. Sólo se acordaban de él para hacerle blanco de sus bromas, para burlarse de sus gafas de culo de vaso, de su leve cojera, de aquel tartamudeo incontrolable que lo dominaba cuando tenía que hablar.
—Pedro— dijo de pronto Samuel, el gallito de la clase— ¿Quieres venir a la fiesta?
Los ojos de Pedro se abrieron como platos tras los gruesos cristales de sus gafas, ¡no lo podía creer!
—Ss... sí… cla… clar… claro. Gra… gracias —respondió lo más rápido que pudo.
La excitación le impidió pegar ojo en toda la noche, y la tarde siguiente, pasó dos horas rondando impaciente la casa de Samuel, aguardando el momento de poder llamar a su puerta. Sabía que no se libraría de alguna broma pesada, pero no le importaba, la daría por bien empleada si podía participar de la fiesta, ser uno más entre sus compañeros.
Sin embargo, la noche transcurrió sin contratiempos. Pedro acabó solo en un rincón con una copa tras otra en la mano sin que nadie le prestara atención, observando cómo sus compañeros bailaban y se divertían. Tal vez fuera mejor así, se decía, al menos, le habían permitido estar allí.
Cuando la fiesta ya declinaba Samuel tuvo una idea que todos acogieron con entusiasmo:
—¿Por qué no vamos a dar una vuelta por el cementerio? Es el día de los muertos. ¡Tenemos que celebrarlo con ellos!
Pedro dudó, pero no podía rajarse ahora…
Armados con las botellas que quedaban y presos de una creciente excitación, provocada por el alcohol y un inconfesable temor, asaltaron los muros del camposanto, y, pese a los vapores etílicos que nublaban su mente, Pedro presintió que su momento de protagonismo había llegado.
Descubrieron entre las tumbas una fosa vacía y decidieron que sería divertido que alguno de ellos se metiera allí y se hiciera el muerto. Pedro fue el elegido. Él se prestó resignado y trató de contener su risa nerviosa para desempeñar mejor su papel; entonces alguien sugirió que había que tapar la tumba para «velar al difunto» en condiciones; Pedro no tuvo tiempo de protestar, la oscuridad dominó el reducido espacio y las risas del exterior ahogaron sus súplicas. Pedro sentía que le faltaba el aire y el pánico se apoderaba de él.
— ¡Ya…ya está bien! —gritó, golpeando la dura piedra— ¡Sacadme de aquí! ¡Esto no…no tiene gra…gracia…!
No obtuvo respuesta. Siguió golpeando y gritando mientras trataba de empujar la pesada losa sin lograr moverla un sólo milímetro; lloraba, gritaba, suplicaba, pateaba... todo en vano; no llegaba a vislumbrar el ansiado resquicio de luz que anunciara el final de la macabra broma.
Las voces y las risas se atenuaron hasta hacerse inaudibles y a Pedro le invadió una oleada de terror ¡No podían dejarlo allí!
Golpeó el granito hasta dañarse las manos, empujó con desespero hasta quedarse sin fuerzas, gritó hasta perder la voz, respiró hasta que se le acabó el aire…
Los chicos, consternados, declararon a la policía, que no hubo premeditación. A Samuel le daba pena aquel pobre chaval del que todos se burlaban, y en un impulso, decidió invitarlo. Habían bebido mucho aquella noche, alegaron, y, simplemente, se olvidaron de él.
De mi libro de relatos, Gatos por los tejados