Otra de las cosas que vivimos los escritores, y en especial aquellos escritores que empiezan cuando son más jovenes, aunque ciertamente yo aun peco de ello, es vivir la vida a través de los personajes que se crean.
Esto es algo de lo que se ha hecho eco muchas series y películas de temáticas juvenil especialmente orientadas hacia el público femenino. La típica muchacha que en un cuaderno escribe una historia muy semejante a la realidad en la que ella es la protagonista bajo un alter ego y siempre logra salir airosa de todo, cosa que no siempre es así en su vida real.
No está muy lejos de aquello que hacen los escritores de verdad, puesto que, a fin de cuenta, todos tenemos una parte de cada personaje que creamos, en mayor o menos medida.
Y es algo que ayuda, tanto a nivel de progresar escribiendo, como a nivel de escritura terapeutica, para volcar todos aquellos pensamientos en un papel, de un método que, en el futuro, cuando releamos nos causara risa, o al menos eso me ha pasado a mí.
También tiene una parte negativa, y está muy ligada al título literal que lleva esta entrada. Vivir nuestra vida a través de unos personajes que son ficción puede ocasionar que, llegados cierto punto de nuestras vidas, prefiramos esa vida que ha sido creada para nuestro personaje, esa vida en la que todo lo que pasa está abocado a que acabe bien, porque para eso somos nosotros los escritores y para eso, ese personaje protagonista es nuestro personaje.
Podemos llegar incluso a despreciar la vida real, por no ser como lo que escribimos, deseando tener la habilidad de cambiar el mundo a golpe de lapiz sobre una hoja, un recurso también usado en las películas.
Llegados a ese punto nos encontramos que madurar ya no es dejar atrás los sueños, sino asumir que nuestra vida es esa que tenemos frente a nuestros ojos y que los personajes de nuestras historias, sí, son parte de nosotros, como todo lo que escribimos, de un modo u otro. Sin embargo poseen su propia vida, aunque suene raro, porque a fin de cuentas, tú se la escribes.