Aves de mal agüero.
Como en un cuento infantil,
sucedió que en el día de mi nacimiento tres pájaros sobrevolaron mi cuna. El
vuelo de las tres aves sirvió para darme, entre graznidos, las previsiones que
atarían mi destino.
De las tres aves que volaban
sobre mí, una, la de color blanco, pero con un ala negra, me dijo que mi vida
sería triste y anodina, infeliz y sin amor: uno más entre los seres que
recorren su existencia de forma tan simple que su historia se escribe en una
página en blanco.
De las tres aves, la segunda, la
roja con un ala azul, me dijo que mi vida sería intensa y agradable, feliz y
llena de sorpresas, amores y maravillas: un ser extraordinario de vida sublime
en cada minuto que disfrutase de su paso por esta tierra de fantasías.
La tercer ave, azul toda ella y
de ojos intensos y negros, esperó al silencio de las otras dos para graznar y
decirme que cada palabra por mi dicha sería registrada en el Gran Libro, que
cada gesto que yo hiciese sería tenido en cuenta por alguien que sólo aspiraba
a ser mi Juez.
Finalmente, ese tercer pájaro
también me dio un consejo: ¡Nunca te fíes de las aves que, esperando
pacientemente, sobrevuelan tu cuerpo!
El encuentro.
No he visto cómo mueren los
hombres al ser desgarrados por las violencias.
Jamás me he acercado al borde de
la realidad tranquila que configura mi entendimiento.
No he conocido el dolor por el
túnel profundo que en la piel y la carne provoca el cuchillo ni sé cómo quema
el hueco que la bala deja. No he asistido al acto animal en el que un ser
aniquila a otro. Por supuesto, ese otro nunca he sido yo. Tampoco el de agresor
ha sido mi papel jamás.
Nunca he padecido infortunio de
violencia salvaje sobre mí.
Ninguna parte de mi cuerpo ha
sido rota ni dañada por golpes brutales y reiterados. No sé lo que es la locura
del dolor ininterrumpido.
Soy el ser feliz que ve y lee
lejanas noticias de dolientes humanos, tan distantes, que parecen sacados de
una película con final triste.
Soy el que un día, al amanecer,
vio ante sí el cuerpo tendido de un hombre sobre la acera.
Nadie transitaba. El día iniciaba
su luz.
Soy el que se apartó del bulto
arrugado e inmóvil, en postura confusa y extremada en sus giros, como si sus
articulaciones estuviesen dislocadas provocando dobleces inverosímiles en
brazos y piernas.
Soy el que pensó en su prisa y su
tiempo, en su cómoda rutina, en su segura distancia y lejanía. Soy el que,
huyendo, se dijo que aquel encuentro debería ocurrirle, un poco más tarde, a
otro.
El Padre.
Miré de soslayo a mi padre,
reposando en el ataúd, y vi su gesto adusto incluso en la muerte. Cuando niño,
yo tenía en el entrecejo de mi padre la referencia del castigo, más o menos
grande cuanto mayor su fruncimiento. Una tarde de mi infantil miedo, él dormido,
me acerqué a su cara para poder verla sin el gesto serio de siempre. Despertó
de pronto y vi en sus ojos el susto e incluso el miedo. Yo sentí terror. Pero
esa vez no me castigó. Creo que desde entonces no volvió a hacerlo. Y ahora,
cuando me arrimo a su mortaja, veo en su rostro el mismo rictus de aquel
atardecer mientras dormía. No sé por qué, pero si ahora despertase ya no me asustaría.Recopilación de textos anónimos:
Fuente www.escolar.com