¿Desconocida?
Al verla,
incluso sin conocerla de antes, supe de inmediato que aquella joven sentía
pasión por la pintura en la que predominase el amarillo, asimismo adiviné o
intuí que amaba los girasoles, que tenía predilección por los atardeceres
sombríos de cielo encapotado y que su día preferido de la semana era el lunes
en verano y el viernes en invierno.
Igualmente
presentí, con notable claridad, que cenaba sopa todas las noches, sorbiéndola
cuando estaba sola, y que se despertaba invariablemente hecha un ovillo,
también si lo hacía sin compañía.
Fue así de
sencillo y de sorprendente, quizás milagroso. Fue verla por primera vez y saber
de ella tanto como si llevásemos una vida juntos.
Amor rudo
Me
dijo que se iba, que me abandonaba.
Lo
di por bueno, aceptándolo con tristeza, y no contesté.
Oculté
un íntimo dolor, aunque ella debió de notarlo, pues desvié un momento mis ojos
de los suyos, yo, que siempre la miraba de frente; pero como persistí en un
completo mutismo, ella se sintió obligada a explicarme su huida.
Así
dijo que se había cansado de mis escasas palabras carentes de expresiones
bellas, de mis silencios cuando sus oídos necesitaban declaraciones de amor, y
también de mis gestos bruscos y un tanto
rudos
al hacerle el amor, que se había acabado por sentir dañada por la fuerza de mis
arrebatos al amar; en fin, que no obtenía de mí la delicadeza de un sentimiento
sensible y suave, que no era
suficiente
con el éxtasis violento, si no que anhelaba la ternura quieta aun a costa de
disminuir el placer.
Pues
bien, así sea, pensé, pero seguí guardando silencio.
Y
ella, que deseaba oír de mí alguna queja, alguna palabra de daño, algún ruego,
una frase de dolido amor despechado, seguía allí sin irse, explicándomelo todo
una y otra vez.
Que
si la abrazaba con gestos bruscos, que si la acariciaba oprimiendo sus pechos y
sus muslos con rudeza, que si mis besos en su cuerpo dejaban marcas rojas y
duraderas, que si movía y
giraba
su cuerpo rodándolo por sobre el mío en un frenético baile de acoplamientos
violentos.
En
fin, que pedía una delicadeza, una lentitud y suavidad de la que yo carecía, y
que necesitaba de bellas palabras que le contasen mi amor a su belleza. Yo
seguía callado.
Por
fin, tras decirme que no era suficiente con que mis ojos me traicionasen
durante unos segundos para mostrar mi dolor y que necesitaba escapar de mi rudo
amor y buscar otro de bellos gestos y
hermosas
palabras, se fue casi a la carrera.
Se
fue, en efecto, y la puerta, al cerrarse tras su marcha, sonó como un disparo
directo a mi pecho, pero no me moví, no salí corriendo tras ella, aunque la
adiviné esperando al otro lado de la puerta cerrada, pues no escuché, sino
hasta algo después, sus pasos descendiendo por la escalera.
Ha
pasado el tiempo.
No
mucho, sólo unas semanas. Yo la sigo queriendo, y sigo sin saber decírselo: la
voz se me niega.
Me
duele su lejanía, pero no sé ir a buscarla con abrazos o flores y decirle
palabras de esas que le gustan.
Sólo
sé quedarme quieto, esperando que se canse de sus afeminados cantores y poetas,
que añore las cálidas noches de esfuerzos sudorosos y gratos donde la cama nos
quedaba pequeña.
Pero
decírselo de esta manera sería empeorar las cosas, supongo.
La página en blanco
La pantalla en
blanco del ordenador, imitando una página igualmente vacía, esperaba el
contacto de mis dedos sobre el teclado, lo mismo que antaño rayaba o pintaba
cuartillas sobre la mesa.
Así fue que
escribí o tecleé:
"Este
cuento lo han escrito otros, casi todos. Es siempre el mismo
aunque cambien las formas. No tiene fin."
Recopilación de textos
anónimos: Fuente www.escolar.com
Imagen: Pareja caminando
cogidos del brazo con un niño en la lluvia
Dibujo Lápiz de Vincent
van Gogh
Gentileza vangoghgallery.com/