En estos tiempos que les ha tocado vivir, los niños crecen con demasiada rapidez. Dejan atrás la infancia demasiado pronto y no deja de ser necesario dado el ambiente en que suelen desarrollarse. Se trata de otro mecanismo más de selección natural. La sobre-protección que muchos padres ejercen sobre sus hijos no deja de ser en cierto modo encomiable, pero es sin duda un error. Valores, actitudes y comportamientos como la inocencia, la solidaridad, el respeto y la buena educación no se suelen conseguir aislando al niño de todo lo que pueda hacerle daño (ya sea éste físico, psicológico, moral o ético), sino educándolo para que la fuerza de sus convicciones sea lo suficientemente firme como para resistir los golpes que le dará sin duda la vida durante su crecimiento. Dicen que la letra con sangre entra, y es ese un error de proporciones colosales. Se aprende más en base a los errores que cometemos que mediante la presión y la disciplina. Sin embargo es absolutamente necesario aprender primero a reconocer nuestros errores y a estar dispuestos a rectificar, para sacar provecho de ellos. Y es aquí donde deberíamos hacer hincapié en la educación de nuestro hijos. Estos crecen en un ambiente en el que desde muy pequeños hay una serie de normas que deben acatar sin saber muy bien por qué para no recibir un castigo, se les educa en base a la competitividad en lugar de a la cooperación y la solidaridad: debes ser más listo que los demás, más rápido, más fuerte, más rico, más guapo… de otra forma no lograrás ser nada en la vida. Serás un paria, un inadaptado, un perdedor, un freaky… De esta forma la vida se convierte en una carrera por ser más que los demás. De esta forma legitimamos el comportamiento egoísta e intolerante de nuestros hijos. De esta forma matamos la infancia, y con ella la inocencia. ¿Se puede ser decente en un mundo indecente? Cuanto antes aprendan los niños a sobrevivir en este entorno hostil, antes conseguirán salir adelante y triunfar.
Hace falta un cambio en la educación, en el sistema educativo, y la semilla de ese cambio no se encuentra en el gobierno de turno. Se encuentra en dentro de cada uno de nosotros, en la firmeza de nuestras convicciones éticas, y en nuestra capacidad para levantarnos después de haber caído. En nuestra aptitud para reconocer qué es realmente importante: ¿triunfar ante la sociedad?, ¿o vivir en armonía con uno mismo y con los demás? Si tienes hijos, o piensas tenerlos, no les enseñes lo que está mal; enséñales lo que está bien. Enséñales que no hay nada malo en cometer errores; que rectificar es de sabios; que no pueden ni deben ser superiores a nadie, salvo a sí mismos. Enséñales que la cooperación y la solidaridad siempre serán mejores y más productivas que la competitividad; que no es necesario triunfar para ser feliz, sino hacer algo que te guste; que el respeto no se regala, lo ganamos con nuestros actos. Enséñales que ser, pensar o actuar de manera diferente al resto de personas no debe por qué tener nada de malo. Al contrario, es necesario para definir nuestra propia identidad y aprender a tomar nuestras propias decisiones. Y, sobre todo, enséñales que TODO tiene un por qué. No basta con decir: “esto está bien” o “esto está mal”… Sólo se aprende realmente aquello que se comprende. Tememos, odiamos y rechazamos las cosas que no comprendemos.
Y, tengáis la edad que tengáis, nunca dejéis de jugar.