- El silencio. Me refiero al silencio de verdad, no a la simple ausencia de ruidos. Ese silencio que se podría cortar con un cuchillo. Ese silencio en el que casi puedes oír tus pensamientos (porque no hay nada más que escuchar). Un silencio que no existe en la ciudad, ni casi en ningún lugar habitado. Cuando puedes despertarte en mitad de la noche y es como si hubiese sido absorbida por un agujero negro. No hay sonidos. De ningún tipo. No sabes que lo necesitas hasta que lo experimentas (¿cómo podrías?). Pero desde ese momento, sabes que no te será posible conformarte con menos.
- Dormir bajo un árbol. Caer en el sueño es maravilloso, ese instante en que la conciencia se desvanece. Una cama mullida, unas sábanas limpias y tirantes cuando uno está agotado son una experiencia placentera. Pero hay algo mejor: sestear bajo un árbol. No sé qué hay en la presencia protectora de las ramas sobre tu cabeza, en esa sombra bienhechora, en el leve susurro de las hojas... Ningún sueño es más reparador, más seguro.
- Leer un libro viejo. Inmersos en el (absurdo) debate de si libro electrónico o libro en papel, perdemos de vista que no todos los libros son lo mismo. Te acostumbras -por inercia, por rutina- a considerarlos ante todo por su contenido: "He leído la nueva novela de tal, o he de consultar el ensayo de cual..." Sólo el día en que casualmente cae en tus manos un libro viejo eres capaz de percibir ese leve escalofrío: el papel algo amarillento, ablandado por el uso, el suave olor que desprende (ahora sabemos que es químicamente parecido a la vainilla), la cubierta de tacto fino, de tanto ser manoseada. Algo que otros han leído antes que tú y de lo que han extraído significados seguramente distintos. Algo a la vez personal y colectivo. Algo que importa por lo que dice, pero también por lo que es. El inmenso placer de leer un libro viejo.
Quizás es verdad que se puede vivir sin ellas. Pero, ¡qué felicidad cuando las recupero!