Quién le iba a decir al hijo de Juanita Merino, natural de Montijo (Juanita, no el hijo) e hija de un alarife que, por mor de la política, llegó a alcalde y a regentar el ambigú del Círculo Recreativo Republicano de Montijo, es decir, cambió la paleta por la bandeja, quién le iba a decir, decía, que un día se vería en la que ayer se vio.
De entrada, y para abrir boca, regreso al útero materno durante más o menos quince minutos. Eso sí, no era el de mi madre, porque allí había más gente y yo soy hijo único, y además mi mujer también estaba y eso nos hubiera convertido en hermanos, y ya se sabe, quien hace incesto, hace un ciento. Pero que me movía entre liquido amniótico y sonidos relajantes, luz tenue y rosada, todo suave que me estás matando, eso sí que es cierto, o me lo pareció, que igual da.
Una vez dado a luz de nuevo, debí nacer yeti, pues pesaba mis buenos noventa y seis kilos, medía ciento ochenta y tres centímetros y me encontraba en el Himalaya. En la base del Himalaya para ser preciso, pues ni rastro de nieve, aunque ésta había sido reemplazada por sal, una sal que más parecía arena gruesa, pero sal al fin. Otros quince minutitos recibiendo iones salados y música Sherpa.
A continuación y con el fin, supongo, de que los iones salados penetraran bien por los poros de la piel, me encontré respirando vapor de agua marina (más sal a la ensalada) y eucalipto. Poros y bronquios abiertos en canal. Y el alma recibiendo más relajación a través de la música. Otra dosis de quince minutos.
Luego me vi en un mundo raro y acuático. Raro porque a un agua helada que te cagas, le seguía una piscina cálida y relajante. A una tormenta tropical, donde caían chuzos de punta le seguía un calabobos, a continuación una catarata y poco después una pared manando agua cálida y terapéutica. Y todo ello sin solución de continuidad. Raro ¿no?, pero agradable, ¡qué caray!
Y ¡de pronto en Turquía! Mas vapor para abrir bien los poros y limpiarlos de impurezas, melisa para los pulmones y un ambiente milyunanochiano que te rilas. Música turca para el espíritu y bancos de azulejos con una fuente central donde refrescarte. Eso sí, eché de menos unas ramitas para azotarme la espalda y los muslos. Creo que lo he visto en alguna película, pero igual estoy equivocado.
De Turquía pasé, sin apenas intervalo, al país de los volcanes. La lava manando, el agua corriendo, el Chakra recibiendo la energía de los colores. Aromas exóticos, colores mutantes, música suave, tumbona acogedora. ¡Coño! Casi me duermo y me lo pierdo.
Desperté de este casi sueño y aparecí en el Mar Muerto, mi cuerpo flotando en esa agua densa y requetesalada, desplazándose lentamente, relajación total, sino fuera por el riesgo de chocar con otros cuerpos, con el peligro de los malos y los buenos entendidos, yo ya me entiendo. Yo procuraba flotar cerca de mi mujer, cuyos roces son más conocidos y por ende, menos peligrosos.
Pero como hasta de flotar y rozar se cansa uno y ya que andaba cerca, me fui a África. Nunca lo hubiera hecho. Noventa grados a la sombra. Eso sí, un lejano rumor de agua intentaba hacerte más soportables los noventa grados, y unos pájaros antinaturales, pues no hay pájaro que aguante esas temperaturas, salvo que sea un pájaro de mal agüero, intentaban amenizar, con su cansino piar, mis oídos.
Debí desmayarme por el agobiante calor, pues no sé ni como, ni cuando hice el viaje, pero lo cierto es que me encontré en el interior de un iglú, con más frío que vergüenza, bueno no, con más frío que poca vergüenza y nieve y escarcha por todas partes. Y encima, cuando querías ducharte, en vez de un chorro de agua más o menos templado, te caía una niebla fría del carajo que te encogía el alma y el arma. Vamos, que te dejaba desalmado y desarmado.
Y por último, se hizo el sol y estaba en Japón. Dentro de un gran y burbujeante jacuzzi. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
Pues claro que estuve ayer en el Spa del Hotel Costa Meloneras. Pero si lo cuento así, no me da para publicar una entrada.