
EL SURGIMIENTO DEL METAHÉROE
Cosmópolis, Don Delillo, 2003
En Cosmópolis asistimos al periplo de un Ulises posmoderno –un broker millonario–, a través de un Manhattan alegórico de la fatal apoteosis capitalista. Como un golpe de gracia asestado a la primacía del capital, el análisis crítico a la sociedad norteamericana se plantea en esta obra a través de jugadas antagónicas respecto al modelo épico tradicional.
La representación artística del hombre pasa por dos momentos cumbres antitéticos, definidos en una caracterización tipificada: la instauración del héroe, como manifestación de las virtudes y valores físicos, morales e ideológicos (desde Eneas y Ulises hasta Superman, pasando por el Cid o el rey Arturo, por ejemplo), y el desarrollo de la figura sustitutiva del antihéroe(Sísifo, Lázaro de Tormes, don Quijote...), ambos como identificación de un carácter modélico arquetípico para la sociedad a la que iban dirigidos. Está claro que el antihéroe constituye un tipo legítimo en la representación de un mundo de valores contradictorios, como paradoja de una identificación perturbada, cuando el reconocimiento social debe tender a plasmar las ironías, iniquidades y abyecciones del mundo moderno. Tanto el héroe como el antihéroe surgen necesariamente de la identificación, la admiración y la empatía, buscando el reconocimiento social. Si el héroe encarnaba todos los valores imitativos (lealtad, valor, justicia, bondad, incluso belleza), el antihéroe busca la identificación en la capacidad para sufrir, para enfrentarse a un mundo injusto y hostil, para representar a la masa (ante la encarnación de las clases nobiliares que personificaba el héroe, buscando la admiración). La responsabilidad moral del héroe es entonces sustituida por la necesidad de supervivencia (Lazarillo), por el compromiso con el destino individual (don Quijote), por la maldición del sufrimiento (Werther), por la marginalidad (Robin Hood) e incluso por el frikismo (Ignatius Reilly o, aunque no pertenecen al ámbito literario, Homer Simpson o Mr. Bean). 
Packer es un dios todopoderoso y narcisista que analiza el mundo a través de las pantallas de ordenador de su limusina, cuando el mundo se reproduce artísticamente en las fluctuaciones de la bolsa y las imágenes de la realidad que devuelven las cámaras que todo lo ven (desde el exterior de la limusina hasta un asesinato en directo al otro lado del mundo). Al final, el laberinto del héroe se trasluce en su ansia autodestructiva –última muestra de su capacidad suprema–, después de mirar a los ojos a su chófer por primera vez, después de descubrir el color de ojos de su mujer y que puede que la ame. Pero no es suficiente. Como espectadores de este mundo deshumanizado, solo sentimos una morbosa curiosidad por su desmoronamiento; lo vemos hundirse sin pestañear con la misma impasibilidad con que asistimos a la caída del capitalismo.
