La condena del atentado contra un semanario humorístico francés debe ser absoluta. Sin matices. Porque segó una docena de vidas, se ejecutó con el propósito de reprimir la libertad de expresión –no solo la fuerza del Estado reprime- y fue una demostración más de que lo intolerable también ocurre.
Y por muchas otras razones: una vez perpetrado el acto, y enfrentada la humanidad a sus consecuencias, ya sabemos que aun cuando la policía logre descubrir y capturar a sus autores y los tribunales los condenen a las más duras penas, ese es el precio que los criminales están dispuestos a pagar, incluso por una pequeña porción de los efectos que buscaban y en gran medida lograron.
Quiérase o no, el miedo someterá a muchos, lo que llevará, entre otros males, a la intensificación de la intolerancia en el seno de las sociedades occidentales.
Bastaron pocas horas para que batieran los tambores de otros extremismos y arreciaran las más peligrosas expresiones del racismo y la xenofobia. Todo esto tan irreversible como los execrables asesinatos, fue parte de los torcidos logros de los terroristas y motivo para que ahora surjan desatinadas hipótesis de conspiración.
Muy grave es el hecho –de consecuencias seguramente duraderas- de que el terrible acontecimiento haya reactivado la culpabilización general de una cultura y una religión. Cuán difíciles hacer entender que si los gatillos del atentado hubiesen sido accionados por la totalidad de la cultura y la religión islámicas tendríamos que atribuirle a la totalidad de otra cultura y otra religión las masacres de Guerrero y de Oslo.
Dado que la mayoría de las víctimas francesas fueron periodistas, tendremos que preguntarnos cuál cultura o cuál religión es la culpable de la lenta pero imparable masacre de periodistas que tiene lugar en Honduras desde el último golpe de estado.
No menos triste es pensar en que tal vez ya se pasó del punto después del cual ningún llamado a la cordura podrá dar resultado.
Humberto Eco hacía ver que una función de los antropólogos culturales fue demostrar la existencia de lógicas de la cultura distintas a las occidentales que debían ser tomadas en serio, no despreciadas; y advertía que esos antropólogos, tras explicar la lógica de los otros, solo excepcionalmente se apuntaban a vivir como ellos.
En ese sentido todos somos antropólogos. Claro, Eco pensaba en los observadores europeos de otras culturas y quizás no estaba listo para pensar en los observadores externos de las culturas de Occidente. Colaboración especial para LatinPress®. http://www.latinpress.es