Rune Guneriussen
Son las ocho de la tarde del sábado. Leo por encima el suplemento cultural de Abc. Viejos nombres: Guillermo Carnero, Jaime Siles y Schiller, Fresán. Nuevos nombres: lo último de Fernández Mallo bajo la luz de Pozuelo Yvancos, un disco para bajar (es gratis): The Slew (sí, Kid Koala mezclando rock sudoroso y sucio, como aquella maravilla que fueron The experimental reximes , de John Spencer Blues Explosion, un disco al que decido volver esta misma semana).
Oigo cantar al vecino de abajo. Por lo que canta, adivino -aunque ya lo sabía, claro- que estará en torno a mi edad. Me cae bien. Entona -muy mal- aquel Santa Lucía, de Miguel Ríos (nunca me gustó esta canción), y sé que está esperando el partido del Atlético contra el Madrid. Es hincha del Atlético. Me acuerdo de un relato -que me encantó- de Almudena Grandes, que iba de estos partidos. No continué con el libro, sólo leí el primer relato y no recuerdo dónde. Fue en una de esas casas en las que uno va a pasar una sola noche, y, entre las estanterías, extrañas, coge lo primero ve, lo justo para conciliar el sueño, cuando no tienes tus libros a mano.
María, desde la otra habitación, me está contanto una escena de Toma el dinero y corre. Cuando, en la penitenciaria, Woody Allen se queda solo cantando -atado a otros presos-: voy a ver a mi novia, voy al Mississipi. Me acuerdo de uno de los libros que más me han gustado de toda mi vida: Palmeras salvajes, de Faulkner y pienso en la muerte de Jeff Buckley, que se ahogó en río Wolf. Pienso en el hechizo de esa canción que nunca me cansaré de oír: su versión del Hallelujah. Me acuerdo de un poema que hace tiempo que no leo y que me gusta mucho: A un río le llamaban Carlos, de Dámaso Alonso, y se refiere al Charles River, en USA, que no recuerdo donde estaba. Me encantaba cuando, al final, el río se convertía en Dámaso y el propio poeta corregía el error para, enseguida, escribir, quiero decir, Carlos, o algo parecido. Me gustan esos poemas donde se simula el error, la corrección, se introduce un quiero decir, perdón, no sé. Es un mecanismo, perfecto, de acercamiento. Creo recordar que a Gun, al que muchas veces también han llamado Carlos, también le gustaba el poema. Ayer, al ver el temporal en Galicia, me acordé de él, de ese verso de Angel Luis Vigaray que tanto le entusiasma: "En la tarde otoñal, qué solo el mar rugiente". Me detengo en la magia del verso, en la perfección de esos heptasílabos, en el otoño y en la soledad del mar, rugiente.
No tardaré en ducharme. Los sábados me gusta ducharme con calma antes de cenar. Afeitarme. Cambiarme de pijama. El afeitado apresurado de todos los días, el sábado, lo cambio por un afeitado tranquilo y me gusta la sensación de estar recién afeitado y no ir a ningún sitio, no tenerte que vestir, salir a la calle, comenzar el día. Me gustan esos lujos -que no lo son- que uno se reserva porque sí. Un pijama limpio, un afeitado para dormir, una cremita de las que van quitando arrugas. Pienso en muchos sábados en que la ducha y el afeitado eran para salir, para tomar un millón de cubatas con Martínez y terminar intentando llamar por teléfono desde una máquina de tabaco. Ahora el sábado es la misma ducha, idéntico afeitado, pero hay pijama, y cena, y, con suerte, una peli que terminará entusiasmándome. Ya tarde, un breve paseo con Mus, el viento frío en la piel rasurada, el calor al entrar de nuevo y el libro que terminará a un lado, cuando me venza el sueño y me encuentre pensando en que, seguramente, este es el mejor lugar donde podría estar, la mejor edad, el mejor sábado.
Hace un año y tres días: De cómo me morí
Hace un año: Un homenaje y un premio, con un poquito de publicidad
Technorati tags:dámaso alonsothe slew