Hay un momento del día en el que los que vivimos en alguna gran ciudad podemos observar en un instante todas las emociones del ser humano, pero sobretodo sus desilusiones. Es un momento breve, ya lo dije, que suele durar 10, 15 o a lo sumo 30 segundos. Varía según la ciudad y la hora. No hablo del noticiero, ese reino del miedo y la maldad humana. Hablo de aquellos segundos en los cuales se abre, en una estación cualquiera, la puerta del metro.
Hay quienes no ven nada, sentados mirando la pantalla de su celular como si fuera aquella una ventana propia a un mundo ajeno. Los que aún abren los ojos suelen compartir miradas y ver rostros que de otra manera jamás verían.
Hay caras que siempre se repiten, por ejemplo la de la decepción. Hoy la vi en una mujer que observaba el metro con esperanza, pero al ver la puerta abrirse descubrió que no tenía forma de ingresar. Decepción chiquita, dirán algunos, pero quien sabe que historia tendría ella que abordar. No hay decepción peor que la de llegar tarde a la historia propia.
También está siempre el rostro del desconsuelo. A veces se ve en quienes ya llevan 3 o 4 vagones en los que no pudieron entrar. Tantas decepciones juntas que llegan a ese rostro. Pero hay otros casos, esos son los peores, en los que el desconsuelo llega por acumulación de desgracias, porque antes, al despertar, alguna tragedia se posó sobre los hombros. Es entonces cuando un simple metro, se vuelve la comprobación de que la vida no pasa por buen momento. A veces basta un metro para entender todas las desgracias propias.
Hay algunas personas que piensan que fueron elegidas como guardianas de alguna suerte de comodidad invisible. Son los que se hacen en la puerta y no permiten que nadie ingrese. Suelen mirar con cara de malos perros, de malas pulgas, de pocos amigos. Esos en realidad son los peores. Son malas personas. Todos aquellos que los conocen dan fe de eso en la intimidad del secreto.
También suele estar allí, benditas sean, mujeres que tienen una suerte de complicidad en la mirada. Son aquellas que ves desde lejos, qué te miran a los ojos, que te sonríen con aquella sonrisa secreta en la cual sobran las palabras. Ésas son aquellas que nunca dicen nada pues su sonrisa ya lo dice todo.
No puedo evitarlo, yo siempre me enamoro de esas.
Quizás por eso a veces en el metro me siento triste sin motivo, porque sé por dentro, en lo más profundo, que cada viaje es la promesa de un amor que nunca fue.