Salgo de trabajar y camino, distraído. Busco en la pantalla de mi celular aquellos mensajes que llegaron en el último par de horas.
Aquella pantalla evidencia silencios que no siempre quisiera escuchar. Pasan unos segundos y al fin levanto los ojos y descubro una mujer que camina unos metros delante de mi. No veo su rostro, pero puedo imaginarlo. En su figura amplia abundan carnes que dan forma a su cuerpo de fruta, de pera dulce, de Venus de piedra de otros tiempos.
Basta un segundo y entonces lo noto. Aquellas nalgas, redondas y excesivas bailan al compás de sus pasos, arriba abajo, arriba abajo, arriba abajo una vez más. Cada paso de sus piernas es una invitación que ellas aceptan, seguras y contentas. Arriba abajo, arriba abajo, arriba abajo una vez más.
Camino un par de cuadras embriagado de aquel movimiento. No quiero adelantarla y mucho menos ver su rostro. Aquellas nalgas se sonríen, estoy seguro. Llegamos al metro y su cuerpo, ese de fruta dulce, se pierde en la multitud.
Desde lejos me sonrío.
Con suerte quizá sepa el descaro de belleza que regala en su pasear.